Juan Mayorga en La Abadía. Foto: José Verdugo

Juan Mayorga en La Abadía. Foto: José Verdugo

Teatro

Juan Mayorga: "Siento decepcionar pero a mí no me duele España"

El dramaturgo madrileño, Princesa de Asturias de las Letras, reivindica la escucha atenta al 'otro', la exigencia a la juventud como forma de respetarla y una cultura sin cancelaciones

24 octubre, 2022 01:17

Digamos que Juan Magorga no ha colonizado el despacho del director del Teatro de la Abadía. No hay apenas detalles de carácter personal. Ni fotos, ni cuadros, ni carteles... Luce todavía aséptico e impersonal. En el alféizar interior de la ventana, eso sí, se amontonan los libros que tiene en el punto de mira para darles altavoz en las tablas de la sala madrileña. Y en ellos sí se aprecia el surco de su individualidad: en los profusos subrayados que ha hecho, por ejemplo, en los volúmenes del poeta griego Yannis Ritsos, publicados por Acantilado. “Los abras por donde los abras, siempre encuentras algo fascinante”, dice. En su escritorio, comparece Agota Kristof (El monstruo y otras obras); y en la mesa redonda para las reuniones, donde tras varios titubeos se desarrollará La Conversación, el libreto encuadernado de María Luisa, obra suya sobre la vejez y sus luminosos desvaríos que estrenará ya en abril en La Abadía. Su presencia ahí, tan solitaria, no parece casual, la verdad.

Pero no hemos venido a verle a sus aposentos para hablar de su libro. Eso lo dejamos para el estreno. Tiempo queda. Hoy nos concita el Premio Princesa de Asturias de las Letras, que recogerá el viernes próximo. Una excusa que nos faculta a abrir el foco de la charla. El dramaturgo chamberilero y carabanchelero (ambos barrios le son propios por igual) lo encaja con deportividad, ya visto que el presunto señuelo no ha surtido efecto.

El filósofo omnívoro que también es, a la manera benjaminiana (nada humano le es ajeno, todo es una oportunidad de aprendizaje), se estimula con el planteamiento amplio. Y el matemático, acaso más cartesiano, no parece sin embargo rechistar, aunque en las próximas tres horas no dejará de trazar elipses. Así pues, sin más dilación, prendemos la mecha de la andanada de preguntas.


Pregunta. El gremio de autores teatrales, que se siente menos reconocido que el de los novelistas o los ensayistas, celebró unánimemente la concesión del Princesa de Asturias a usted, tercer dramaturgo que lo recibe tras Nieva y Miller. ¿Se siente ahora su portavoz?
Respuesta. Este premio, sin duda, me excede. Creo que señalándome a mí se quiere señalar la literatura dramática y al teatro en general. La más bella palabra de la jerga teatral es ‘compañía’. Y serán muchas las que me ‘acompañen’ cuando suba a recogerlo al escenario del Campoamor. No hay que olvidar que sin la escritura teatral no se puede reconstruir la historia de la literatura universal, ya que acaso el más grande escritor de la historia sea William Shakespeare. Ni la de la literatura española: bastaría para probarlo mencionar los nombres de Lope, Calderón, Valle-Inclán y Lorca.

Foto: José Verdugo

Foto: José Verdugo

P. Casi todos los teatros han perdido público si se comparan las cifras actuales con las prepándemicas. ¿Cuánto le preocupa esta circunstancia?
R. Nosotros hemos arrancado muy bien la temporada. Nuestra propuesta de ‘Acción, emoción, poesía y pensamiento’ la ha recibido mucha gente. Y es cierto que es una preocupación y una ambición permanente. Un teatro ha de ser sostenible. Cada butaca ocupada nos produce entusiasmo y cada butaca vacía nos provoca melancolía. Nuestro trabajo es presentar espectáculos convocantes siendo al tiempo exigentes. Es decir, sin abaratar la oferta, ni jugar al populismo, ni atender a la última moda, que es un error, porque cuando haces eso siempre llegas tarde. El ideal es que el espectador venga a ciegas a La Abadía porque sabe que lo que se va a encontrar aspira a la excelencia. En eso estamos.

"Escuchar a un hijo es lo más difícil del mundo. Callar y ser hospitalario. Entender sin traducir"

P. Parece que la desafección del público joven es particularmente grave. Ahí realmente el teatro tiene un problema y un desafío, ¿no?
R. Yo prefiero planteármelo como lo segundo. Tenemos que mostrarles que en el teatro está todo lo que les importa, que trata de la amistad y la traición, del amor y el desamor, de la esperanza y la desesperación, de la realidad y la imaginación... Por otro lado, no podemos ofrecerles a los jóvenes aquello que van a recibir mejor por otros medios, sobre todo a través de esos móviles que les acompañan en cada momento. Yo he sido testigo del asombro que sienten cuando descubren el teatro como arte del actor, porque es algo que no encuentran en otro lugar. Escribiendo el discurso del premio también he recordado cuando descubrí el teatro yo, un teatro que era un lugar en el que, como adolescente, me respetaban porque esperaban que yo escuchara, pensase, recordase, imaginase… El teatro debe ofrecer eso. Cuando lo hace, es una oferta imbatible.

P. Esto recuerda algo que suele decir: que los adultos, si queremos contribuir a que los jóvenes forjen una personalidad sólida y propia, deben esperar algo de ellos. ¿Cómo debemos transmitir esa sensación sin agobiarles con expectativas demasiado altas?
R. Es que la forma más elevada de respetar es esperar algo bueno del otro. Cuando he sido alumno, los profesores mejores que he tenido eran los que esperaban mucho de nosotros. Y cuando he sido docente he encontrado compañeros en los que su desprecio a los alumnos se manifestaba en no esperar nada de ellos. Esa expectativa es compatible con reconocer las dificultades que puedan tener para convertirse en interlocutores nuestros. Yo el primer teatro que vi fue Doña Rosita, luego La vida es sueño, luego Seis personajes..., luego Yerma… Los adolescentes son los espectadores ideales de este teatro excelente: el que vea una de estas obras no va a olvidarla.

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P. Pero no es fácil mantenerlos atentos durante una hora y media en un código lingüístico que no les es familiar. El tiempo medio de escucha en Spotify es de 38 segundos. Acostumbrados a ese consumo compulsivo, ¿cómo atraerles a una función de La vida es sueño, o de Tristán e Isolda, que dura cinco horas? ¿Convendría recortar o aligerar en algún sentido la propuesta original para estrechar el abismo generacional?
R. Las artes escénicas son exigentes desde el momento en que suponen salir de tu casa e ir a un lugar donde te debes sentar entre personas que no conoces. Piden de ti una determinación y actitud de escucha. Esto es lo más costoso, traer a la gente, porque luego la experiencia teatral, si se da en un montaje atractivo, se queda grabada en la conciencia. Y cuando te envenena el teatro una vez, ya vuelves siempre. Deseos en conflicto, contradicciones, tensiones, peleas… Todo eso está en la vida de cualquiera, y en particular en la de esos muchachos.

"Schmitt y Céline nos crean un problema porque estamos deseando asociar incultura a barbarie"


P. Y usted que se considera un trapero de palabras, que va con los oídos siempre bien abiertos, ¿cómo reacciona cuando escucha a un joven decir: “estoy free” o “estoy ready”?
R. Un compañero mío académico dice que lo que nosotros hablamos es un latín corrupto o pervertido. El lenguaje es un espacio de combate. Hay que buscar en las posibilidades de nuestra lengua voces alternativas antes de, perezosamente, rendirse. Pero tampoco hay que escandalizarse por la apropiación de palabras de otros idiomas. En mi versión de El diablo cojuelo se hacía una denuncia de los extranjerismos que había en el siglo XVII que hoy son de uso común: fulgor, meta, pompa, trámite, trémula, amago, idilio… Lo de estoy free o ready, en cualquier caso, es un espanto, una mentecatez, un absurdo.

P. Sanzol comentaba que después de leer Golem se sorprendió a sí mismo hablando a sus hijos con mucha más conciencia y cuidado. Es así como debemos hacerlo siempre, ¿no?
R. En Hamelin un personaje decía que hablar a un hijo es lo más difícil del mundo. Pero yo ahora diría otra cosa: que lo más difícil del mundo es escuchar a un hijo. Callar y ser hospitalario a sus palabras. En general, hablar es importante pero escuchar lo es todavía más. Entender lo que el otro quiere decir sin traducirlo según nuestros propios intereses, prejuicios, límites…

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P. La matriculación en la filosofía está repuntando después de una caída de años. ¿Cómo acoge esta noticia un hombre de pensamiento como usted?
R. Para mí, la filosofía de COU fue un hachazo. Estoy convencido de que es la asignatura más importante para los adolescentes, y la más útil, porque atiende a preguntas fundamentales que tenazmente se repiten, no por los filósofos sino porque la sociedad no deja de insistir en ellas. Son, además, preguntas que tienen un carácter inmediatamente práctico. Creo que la filosofía debe estar en el centro de la educación y me alegra por tanto esta noticia, porque además demuestra que, frente al tópico de que los chavales solo quieren ser conducidos gregariamente por impulsos elementales, están atentos a la complejidad y quieren desentrañarla, y también quieren tener una conciencia crítica.

P. ¿Cuál diría que es la edad adecuada para empezar con su admirado Walter Benjamin?
R. Bueno, no es de los más fáciles. Ahora estoy hablando mucho de él con mi hijo, que estudia cine, y con mi hija, que estudia Bellas Artes. Yo no lo leí hasta los 20 años, cuando mi profesora de Estética, Ana Lucas, me ofreció La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica y luego mi director de tesis, Reyes Mate, Sobre el concepto de historia. No hay que precipitar su lectura. Para la adolescencia y la juventud: los Diálogos de Platón, Voltaire, Camus, Unamuno, Montaigne y Nietzsche (Zaratustra o Ecce Homo).

Foto: José Verdugo

Foto: José Verdugo

P. ¿Y Carl Schmitt, al que le dedicó un sugestivo monólogo en Shock II, alguien a quien su enorme bagaje intelectual no le impidió abrazar el nazismo? ¿Una figura así deja sin argumentos a quienes defienden la cultura como antídoto contra la barbarie?
R. Pues es ese tipo de inteligencias que nos crean un problema serio porque estamos deseando asociar barbarie a incultura, a idiocia, a estupidez… Schmitt o Céline quiebran esa asociación. Lo único que nos puede blindar de la barbarie es una mirada compasiva, que reconozca en cada ser humano un límite. La cultura no conduce necesariamente a eso. La cultura sin compasión puede ser amiga de la barbarie.

Pero no presentaría a Schmitt como ejemplo de esta convergencia problemática. Yo llegué a él precisamente a través de Benjamin, que se ocupó de su teoría de la soberanía. Cuando pasó todo, Schmitt decía que había hecho lo mejor que pudo hacer: custodiar la razón y el Derecho en medio la selva. Y se justificaba comparándose con el Benito Cereno de Melville. Yo creo que le pudo el oportunismo y acabó siendo cómplice de un sistema perverso. Y como persona inteligente que era no podía ser inconsciente de ello. Pero hay algo de él que no termino de entender y es problema personal para mí porque me repugna la persona y me fascina el pensador. No hay frase suya que no me dé que pensar. No lo voy a cancelar.

"El pesimismo nos lleva al fatalismo y, finalmente, a la resignación. Deviene en algo reaccionario"


P. ¿Y a Heidegger?
R. Otro pensador extraordinario. Su posición durante el III Reich también me decepciona y me repugna. No entiendo lo de su dedicatoria a Husserl en Ser y tiempo.

P. ¿Le parecen casos simétricos?
R. No, Carl Schmitt tomó posiciones reconocibles antisemitas. Se manchó más. Pero son dos autores de lectura inevitable.

P. ¿Y España es también un problema personal para Juan Mayorga? ¿Cuánto le duele?
R. España es un país fascinante y al mismo tiempo extraordinariamente injusto. Hay mucha gente sufriendo injusticias sociales, por tanto evitables; personas abandonadas y sin horizonte. Por otro lado, es un lugar privilegiado, donde son importantes los lazos familiares y la trama de amistades, con las que se pueden compartir la belleza y las ganas de vivir. Siento dar una respuesta decepcionante pero a mí no me duele España. Hace poco escuché de nuevo el poema de Gil de Biedma, ese de que España tiene la historia más triste porque siempre acaba mal, y no lo comparto. No creo en la excepcionalidad de España. Prefiero eludir las frases ampulosas y trabajar por cosas concretas. Por ejemplo, una educación pública buena e inclusiva que ayude a la gente a encontrar su voz y una oportunidad.

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P. Cuando estábamos encerrados en casa por la pandemia llegamos a ilusionarnos con la idea de que reconduciríamos nuestras sociedades, para, por ejemplo, limitar el sufrimiento y la angustia, o para no terminar de devastar el planeta. ¿Cree que aquel propósito ha caído en saco roto?
R. En aquella época hicimos experiencia directa de algo muy importante: que cada ser humano es responsable de todos los demás, incluso de los más lejanos y extraños. Uno debía cuidarse por sí mismo pero también por los otros, para no sobrecargar el sistema sanitario y contagiar a personas vulnerables. Suponía una implicación moral y política que creo que no se ha desvanecido. No soy pesimista porque cuando el pesimismo nos lleva al fatalismo y, finalmente, a la resignación deviene reaccionario, porque parece que no hay nada que hacer.

P. Una vez nos dijo: “Bandera, nación y frontera significan fracaso”. ¿Qué tres conceptos alternativos nos propondría hoy?
R. Debemos a aspirar a una política de la humanidad. Y eso no significa crear un gran leviatán, un gran gobierno mundial. La política ha de reconocer el derecho a la dignidad, la libertad, la belleza y la justicia de cada persona. Las naciones, las banderas y las fronteras son un obstáculo para conseguirlo. La injusticia que sufre un solo ser humano debería ser un escándalo para todos los demás. Así que propondría: humanidad, justicia y libertad. Con todo lo que ello implica…

Juan Mayorga (Madrid, 1965) es un pilar intelectual en nuestras tablas. Una condición que remacha la concesión del Premio Princesa de Asturias de las Letras, que se añade a la de académico de la RAE. Fue profesor de matemáticas en institutos, experiencia que le dio pie a El chico de la última fila, una de sus obras más conocidas gracias al éxito de la adaptación cinematográfica de François Ozon (Concha de Oro a la Mejor Película). Doctorado en Filosofía con una tesis sobre Walter Benjamin, pensador muy influyente en su dramaturgia, tanto como Franz Kafka, Mayorga ha puesto el foco en algunos traumas del pasado como el Holocausto (Himmelweg y El cartógrafo) o nuestra Guerra Civil (El jardín quemado). Teatro de la memoria volcado con las víctimas. En la temporada pasada, con Silencio y Golem, también dejó claro que una de sus preocupaciones esenciales es el lenguaje y sus reversos.

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