Image: Ionesco, el drama de la libertad

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Teatro

Ionesco, el drama de la libertad

por Jaime Siles

2 enero, 2003 01:00

Eugène Ionesco

Rompió convenciones con su "antiteatro"e hizo de la angustia ante el absurdo de la existencia una de sus grandes preocupaciones. Eugène Ionesco vuelve a la actualidad gracias al ciclo que la sala Lagrada de Madrid inaugura en el mes de enero con El rey se muere, Las sillas y La lección. El poeta y crítico Jaime Siles analiza los principales temas de su obra.

El estreno de La cantante calva de Ionesco generó lo que -con un término acuñado por el crítico Alfredo Marqueríe y puesto en más amplia circulación por el crítico inglés Martin Esslin, que fue su más potente altavoz- se dio en llamar "teatro del absurdo", algo que, en cierto modo, estaba ya en Los medios seres de Ramón Gómez de la Serna y, de manera mucho más clara, en Mihura, en Tono y en Jardiel; algo que algunos ven, prefigurado ya, en el "teatro de la crueldad" de Artaud y de Ghelderode, y que otros relacionan con el existencialismo de Sartre y de Camus; algo que algunos consideran fruto de la situación histórico-política de los años cincuenta, y que otros juzgan consecuencia directa del estado de quiebra de nuestra sociedad occidental.

Laín Entralgo percibía en El rinoceronte de Ionesco "una importante tesis antropológica y ética": nada menos que "el cumplimiento del deber de ser hombre" y "el imperativo de aceptar a todo riesgo la condición humana", que es lo que exige el drama de nuestra libertad. Laín contextualizaba El rinoceronte en ese miedo sentido por la sociedad occidental "ante la posibilidad de que una planificación de la vida política y social [...] impusiera al género humano la ejecución de un conjunto de actividades totalmente predeterminadas por los titulares del poder".

José María de Quinto -que reseñó, en "ínsula" de febrero de 1965, el estreno en el María Guerrero de El rey se muere, en versión de Trino Trives, y con María Dolores Pradera y José Bódalo como intérpretes- definió esta obra como "una tragicomedia monosituacional", integrada "por elementos grotescos, esperpénticos e irónicos", en la que reconoce su alto grado de conformista ambigöedad: un "no querer comprometerse con nada ni con nadie" que le parece "el signo predominante de todo el teatro de Ionesco", en el que advierte "un concepto ahistórico de la existencia" y una frivolidad ejercida "en detrimento de las posibilidades trágicas". Valora -eso sí- su revolución formal, pero critica su carácter inocuo. Algo no muy distinto viene a decir de La lección, dirigida aquel mismo año por Jaime Azpilicueta e interpretada por el Teatro Español Universitario de San Sebastián. Para José María de Quinto la vanguardia teatral del siglo XX es una extensión del gran teatro naturalista del XIX: tanto la soledad y la incomunicación, como la mecanización e insuficiencia del lenguaje estaban ya, según él, formalizados, antes que en Adamor y en Ionesco, en Strindberg, en Chejov y en Ibsen, cuyos temas eran "las contradicciones de una burguesía recién aposentada", cuya crisis sigue reflejando el teatro de vanguardia, aunque en otra fase de su desarrollo posterior. Creo que el análisis de De Quinto es muy correcto, y que esa relación que describía es la misma que hace que Ionesco vuelva a ser representado hoy, cuando la burguesía vuelve a sentir las contradicciones de su sistema y la crisis de su identidad.

El antiteatro de Ionesco es menos radical que el de Beckett, y menos subversivo también. Ionesco cree que hay que aceptar el mundo tal cual es, y nos lo representa en el espejo de su absurdo. Pero este absurdo no deja de llevar implícita una peligrosidad que Max Frisch no sin ironía censuraba: "Si yo fuera dictador, sólo dejaría representar obras de Ionesco", decía.

En esta temporada suben a los escenarios de Madrid tres obras suyas: Las sillas, El rey se muere y La lección. El espectador que asista a ellas tendrá que someterse a un juicio íntimo y secreto: el de ver en lo representado o una crisis de la representación o una quiebra de su personalidad. Y, en ese juicio, él -y no Ionesco- será tanto parte como juez. El llamado "teatro del absurdo" sirve, sobre todo, para esto: para poner a prueba la débil maquinaria del yo, y la de la sociedad con ella.