La sigo desde que empezó. En los últimos años he escrito sobre la dramaturga una docena de artículos, varios de ellos abriendo esta revista El Cultural, referencia de la vida intelectual española. Por las venas de Angélica Liddell circula tumultuosa la sangre del teatro. Yo no he intentado nunca escribir una obra teatral. Demasiado difícil para mí. Pero creo que hay pocas personas que hayan visto más teatro en España que yo.

Tal vez por eso me han conmocionado las respuestas de Angélica Liddell, Premio Valle-Inclán, en una entrevista con Almudena Ávalos, que ha publicado el diario El País. “Nada hay que sustituya al perímetro actual de un escenario, al trance, la invocación, la transfiguración, a ese entusiasmo, esa iluminación, ese cuadro de tarantismo, esa picadura de araña que te obliga a un movimiento perpetuo”.

En lo sustancial, nada ha cambiado en el teatro desde Esquilo. Aparte las evoluciones técnicas, vemos el teatro como los griegos de Pericles. Devastada la perspectiva del suicidio, Angélica Liddell afirma: “No sé vivir, no sé. Todo lo veo desde la muerte”. Y añade la autora de El sobrino de Rameau: “Yo hago teatro como Belmonte toreaba. Para mí trabajar no es producir, trabajar es conseguir, es hacer del suicidio una fiesta”. Vivir no significa nada para Angélica. Se considera demasiado frágil para desenvolverse en este mundo atacado por las fieras, en una sociedad de traiciones, de engaños, de fiestas, alcohol y drogas.

Vivir no significa nada para Angélica. Se considera demasiado frágil para desenvolverse en este mundo atacado por las fieras

Ella se identifica con los tarados, con los rechazados. Le da fatiga el artisteo, el lodazal de los egos. “Es una pena –asegura– que todo sea tan cutre porque las disputas estéticas deberían solucionarse a tiros, como hicieron Rimbaud y Verlaine”. “Árbol adentro –escribí hace tiempo–, mar adentro, carne adentro, la autora de The Scarlet Letter, zarza ardiente, asesina de dios, ha regresado, aunque ya nadie pueda devolverle el esplendor en la hierba, para devastar, como Artaud, a los espectadores de su teatro, instalándonos en una cuadra fétida 'que es el lugar que os corresponde'”.

Angélica Liddell es tan inteligente, tan ácidamente sincera, que sobrecoge. Está contra lo políticamente correcto y cree que un derecho del que no emana un deber no es un derecho. Piensa que algún día reventará “esta bulimia del egocentrismo, todo este fango social totalitario de los instagramers, carne de Netflix, que busca protagonizar, a costa de lo que sea, una sociedad antagónica a la humildad y al servicio, prepotente con los que nos abrasan y empachan con los derechos a toda costa”.

A esta mujer singular, a esta hembra desolada que es el temor y el temblor de Soren Kierkegaard, le han roto el corazón cuando se sintió sacudida por el amor. Por eso le produce terror “querer y no ser querida”. Ella no busca lo contemporáneo sino lo eterno. Y en su testamento ha dejado sus bienes a un cuadro de Messina que está en el Prado: Cristo muerto sostenido por un ángel.

Cuchilla del teatro español, Angélica Liddell sabe que los cómicos pertenecen a una estirpe “formada por tullidos, retrasados mentales y seres deformes obligados a provocar la carcajada estúpida de los espectadores”, la risa de “reyes, cardenales, nobles, burgueses y otros necios”. No pierdo la esperanza de que Angélica Liddell, que se mueve en la máxima altura intelectual, escriba un día un libro de metafísica general, de ontología, sobre el ser en cuanto a tal ser en el tiempo atroz que nos ha tocado vivir.