Image: El Cervantes y el Príncipe de Asturias

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Primera palabra

El Cervantes y el Príncipe de Asturias

14 junio, 2013 02:00

César Antonio Molina, como ministro de Cultura, tomó la decisión de despolitizar el Premio Cervantes. Hasta entonces el Jurado estaba integrado al 80% por miembros elegidos por el Gobierno. El premio desde su creación se presentó altamente politizado y tuvo detrás al entero aparato del Estado. Sería injusto, sin embargo, denigrar las decisiones del Jurado. En líneas generales, y salvo algunas excepciones que avergüenzan, el Cervantes ha premiado a figuras relevantes de la literatura en español.

Al quedar reducido a un área idiomática concreta, el premio, a diferencia del Nobel, carece de universalidad. Tiene eco en España y en las naciones hispanoamericanas, pero en la república mundial de las letras es un galardón más sin especial relevancia. Habrá que convenir que, desde la inteligente decisión de César Antonio Molina, el Premio Cervantes ha cobrado interés creciente, despojado ya de las vestiduras de politización que lo asfixiaban.

El Premio Príncipe de Asturias está considerado como el galardón más importante del mundo después del Nobel. Su universalidad es un hecho y el acto de entrega en Oviedo se retransmite en directo por televisiones de todos los continentes. En relación al Premio Príncipe de Asturias de las Letras basta con recordar que Günter Grass, Doris Lessing, Vargas Llosa o Cela, tras ganar el galardón español, recibieron poco después el Nobel de Literatura.

Desde el punto de vista cultural, el momento más emotivo y significativo, tal vez, de la historia del Premio Príncipe de Asturias fue cuando Arthur Miller y Woody Allen se encontraron en el vestíbulo del Hotel Reconquista. A pesar de vivir los dos en Nueva York, no se conocían. Pero dejemos lo anecdótico aparte. El Jurado del Premio Príncipe de Asturias de las Letras, de indiscutida independencia, ha acertado al distinguir año tras año a los escritores más destacados del mundo, con eco en los periódicos impresos, hablados, audiovisuales y digitales de los cinco continentes. Afirmo esto como una cuestión de hecho. También como un reconocimiento a la sagacidad de los rectores del Premio, Graciano García, durante largos años, y ahora Teresa Sanjurjo.

No solo las Letras, también las Artes, la Comunicación, las Ciencias, la Concordia y el Deporte son distinguidos por los Premios Príncipe de Asturias y aunque no se trata de hacer comparaciones, casi siempre estériles, está claro que en muchos aspectos el galardón español se ha situado al nivel del Nobel.

Denuncié en su día la politización del Premio Cervantes. Lo hice aquí en esta misma página. Provoqué la ira de alguna ministra, de algún ministro, de cortos alcances y largas petulancias. Insistí, claro es, en la denuncia. Formé parte en varias ocasiones del Jurado, representando a entidades independientes y pude darme cuenta de algunas falacias inadmisibles. No cayeron en el vacío aquellas denuncias. Aplaudí a César Antonio Molina cuando despiojó al Premio Cervantes de las adherencias políticas, situándolo al aire libre en beneficio de todos. Considero que, en líneas generales, el Cervantes tiene extraordinaria importancia pero está lejos de la dimensión universal del Premio Príncipe de Asturias de las Letras y más lejos aún del Premio Nobel del Literatura. Conviene no olvidar, en todo caso, que los premios literarios son los sonajeros del escritor. Hacen ruido durante unos días y luego lo único que de verdad importa es el trabajo nuestro de cada día.

Zigzag

Jaime Siles, uno de los nombres grandes de las letras españolas, ha puesto un espléndido prólogo al Memorial del otoño, de Alejandro Font de Mora, que hace una poesía plena de temblor y aliento, sin un lugar común, sin una metáfora estrecha, sin un adjetivo vulgar. El largo verano dilatado de soles se fuga en sus versos hacia el otoño que es el morir. Lejos, muy lejos Ítaca, el poeta escribe: “Bajo la playa reseca de la piel se sienten como dulces caricias dolorosas, las notas imposibles de los cantos de jóvenes sirenas”. Un libro este que navega al viento de un fuerte aliento lírico y que, al decir de Siles, hace sentir la carne y el espíritu de la letra. Es la huella fugitiva de Walt Whitman y el recuerdo del tiempo y el espacio que estremecía a Juan Ramón.