Concluye el año 2022 con una batalla cultural cuyo inminente desenlace, a comienzos del año próximo, tendrá relevantes consecuencias, no sólo para quienes se interesan por el arte contemporáneo. Me refiero a la feroz campaña desatada por varios medios de comunicación y un incontable número de francotiradores contra Manuel Borja-Villel ante la perspectiva de que se presente al concurso público destinado a elegir al nuevo director del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.

Borja-Villel lleva quince años al frente del MNCARS, ha agotado las dos renovaciones de su mandato a las que tenía derecho, y se teme con toda la razón –pues tiene muchos méritos para salir exitoso– que aspire a que ganar de nuevo el concurso y se mantenga en el puesto más años de los previstos. De ahí la inquietud suscitada.

La violencia de la campaña ha generado la alarma en el sector museístico, a tal punto que la Adace (Asociación de directoras y directores de arte contemporáneo de España) ha emitido un comunicado en el que pide respeto por el trabajo del actual equipo del MNCARS, recordando lo que a estas alturas constituye una obviedad: que, con Manuel Borja-Villel como director, el MNCARS ha conseguido situarse “entre las instituciones de referencia” del arte moderno y contemporáneo internacional, que durante su mandato se han producido trascendentales mejoras estructurales y patrimoniales.

No deja de ser natural que la eventual continuidad de Borja-Villel sea contemplada con disgusto por parte de quienes se aferran al concepto tradicional de lo que debería ser un museo

Más que eso: al tiempo que desarrollaba una programación llena de propuestas muy ambiciosas, Borja-Villel ha reformulado y dinamizado la concepción misma y los objetivos del museo, ha ampliado y diversificado su público, ha reordenado la colección con criterios expositivos y narrativos radicalmente novedosos y ha proyectado la institución hacia Latinoamérica, tejiendo redes internacionales de enorme significación.

A nadie se le oculta, y menos que a nadie a Borja-Villel, la dimensión polémica del proyecto emprendido, su sesgo abiertamente político, su voluntad de convertir el MNCARS en laboratorio –además de escaparate y muestrario– de prácticas críticas, y no solo estrictamente artísticas. No deja de ser natural, en consecuencia, que la eventual continuidad de Borja-Villel al frente de MNCARS sea contemplada con disgusto por parte de quienes se aferran al concepto tradicional de lo que debería ser un museo, o de quienes se empeñan en defender a toda costa la autonomía del arte. Y que a su vez sea vista con resuelta animadversión por los sectores más conservadores -cuando no reaccionarios- de una sociedad a la que la práctica institucional del actual MNCARS aspira a interpelar.

A la hora de oponerse a la continuidad de Borja-Villel al frente del MNCARS, sus detractores no se han abstenido de sembrar insidiosas sospechas, escandalizándose ante lo que pretenden hacer pasar como sed y abuso de poder y flagrante infracción de la normativa vigente. Pero, por muy indeseable que se les antoje, el agotamiento de su mandato no impide a Borja-Villel postularse para dirigir de nuevo el MNCARS.

Cabe cuestionar, sin duda –y el debate sobre esta cuestión está lleno de aspectos discutibles– que el director de una institución pública reanude su mandato después de quince años en el cargo. Pero el tono empleado ante esta eventualidad invita a pensar que no son razones técnicas, éticas o deontológicas, sino más bien ideológicas, las que mueven a frenar como sea un empeño que, debido a las profundas implicaciones que entraña, es evidente que reclama un recorrido de la mayor amplitud posible.

El peligro de esta ofensiva contra Borja-Villel no es, en definitiva, que él mismo siga o no al frente del MNCARS. Nadie es insustituible. El peligro consiste en que su eventual sustituto desaproveche el extraordinario trabajo realizado por él y por su equipo, que se desmantele lo construido y se vuelva atrás, a lo de siempre, a lo consabido.