El azar dispuso que, hallándome de visita en casa de amigos, viera el pasado mes de septiembre, en la última de sus numerosas emisiones en la televisión estatal, el documental titulado España: la primera globalización, dirigido por José Luis López Linares y coproducido por RTVE con el apoyo de la Comunidad de Madrid y otras instituciones. Todavía no me he repuesto del estupor que me produjo.

El documental, que se estrenó hace un año y viene cosechando un importante éxito, es una apología en toda regla, sin sombra de crítica, de la Conquista y de su legado, y una machacona impugnación de la leyenda negra, hecha en términos muy afines a los de María Elvira Roca Barea en su polémico ensayo Imperiofobia.

No en vano Roca Barea es la protagonista indiscutible del documental, que cuenta con un nutrido pelotón de historiadores y de opinadores varios que actúan como aplicados corifeos de la cantinela que no deja de repetirse durante más de una hora y media: eso de que España no tiene nada de que avergonzarse, y que su hazaña en América es sin duda “el acontecimiento más importante de la Historia tras la romanización” (Pablo Casado dixit).

Uno ya se ha resignado a que lumbreras como Felipe González y Josep Borrell aplaudan las tesis de Roca Barea, y no se sorprende de que Alfonso Guerra participe en el documental

¡La bochornosa mezcla de soberbia, jactancia y catetismo que destila el documental es inaudita! Descolgado ya de la web de RTVE, y tras su proyección en salas, ahora puede verse en Filmin. A quienes no lo hayan visto aún (y a los que sí) les recomiendo que acudan al artículo que el hispanista holandés Sebastiaan Faber le dedicó hace unos días en la revista digital CTXT: “Roca Barea desembarca en Estados Unidos”.

Al parecer, el documental de marras ha dado ya mucho que hablar. Estrenado en Estados Unidos la pasada primavera, por iniciativa de un empresario español, está siendo promovido por la red mundial de institutos Cervantes (escribo esto antes de su inminente proyección en el Cervantes de Chicago, y en el de Shanghái). Por si fuera poco, cuenta Faber cómo, mientras el cónsul honorario de España en Seattle está trabajando para que el documental se proyecte durante este curso en los 485 colegios del Estado de Washington donde se enseña español, el Ministerio de Educación español se mueve para que se ofrezca al mayor número posible de escuelas bilingües del país entero.

Uno ya se ha resignado a que lumbreras como Felipe González y Josep Borrell aplaudan las tesis de Roca Barea, y no se sorprende de que Alfonso Guerra o Carmen Iglesias participen en el documental (“Nuestro caso es un caso especial, los españoles la asumimos desde el primer momento, y nos regocijamos en esa denigración externa”, declara el primero). Pero que la televisión pública, primero, y luego el Instituto Cervantes se conviertan en divulgadores de una patraña revisionista que amplifica las sandeces y barbaridades que Isabel Ayuso profirió en Nueva York meses atrás resulta más alarmante.

Claro que lo era ya, hace tres años, que Luis García Montero propusiera “imaginar nuestra lengua con un deseo ético”. Y leer (en una de sus columnas para InfoLibre: “La lengua como democracia”) cosas como ésta: “Pese a la leyenda negra alimentada por otras civilizaciones siempre más inclinadas al mercantilismo y la piratería, el español supo entenderse desde sus orígenes con otras lenguas, basó su capacidad de extensión en su papel vehicular, respetó mucho más que el inglés la convivencia con las lenguas originales y aprendió, en las dos orillas, que es tan importante conservar la unidad del idioma como respetar las singularidades geográficas de sus hablantes”.

Palabras dignas de ser citadas en el programa de mano de Malinche, el musical de Nacho Cano. Y las dice el mismísimo director del Instituto Cervantes, capitoste de la izquierda cultural de este país. Estamos apañados.