Otra vez las páginas culturales de la prensa más conspicua animan una “polémica” de vuelos gallináceos, que da cuenta de un pobrísimo nivel de discusión en lo relativo al hecho literario y lo que cabe entender por “sociología de la lectura”.

Apenas apagados los ecos del revuelo armado por la influencer María Pombo con sus declaraciones sobre el “derecho a no leer”, se ha armado un nuevo alboroto con las palabras pronunciadas por el “escritor y tertuliano” Juan del Val en el discursito que pronunció al recibir el último premio Planeta.

Decía en él que “se escribe para la gente, no para una supuesta élite intelectual”, y agradecía a la editorial Planeta el haber convertido la literatura “en un acontecimiento popular”, añadiendo que quienes distinguen entre lo comercial y la calidad –las dos categorías en las que según él se basa el Planeta– lo que hacen “es faltarle a la gente”.

Como ya ocurría con María Pombo, también las “polémicas” declaraciones de Del Val están hechas a la defensiva, en este caso adelantándose a las más que presumibles críticas que recibirá su novela, de la que no cabe esperar mucho, como a él mismo parece constarle.

Sorprende el revuelo armado por las palabras de Del Val, que poco tienen de nuevo, como no sea cierta provocadora chulería, señal evidente de su inseguridad.

El eje de la “polémica” atizada por Del Val es la alternativa entre alta y baja cultura. Pero se trata de una alternativa que hace ya mucho quedó obsoleta

Es ya una tradición, en el marco del premio Planeta, que sus ganadores invoquen halagadoramente el favor popular. En particular los escritores de postín, quienes, algo abochornados por haber concurrido a un premio de dudosa reputación, se apresuran a manifestar sus viejos deseos de por fin acceder al “gran público”.

Estas apelaciones a “la gente” y al “gran público” desafían siempre, sin demasiado convencimiento, un prejuicio consolidado: el de que aquello que goza del favor de una mayoría no suele alcanzar la excelencia.

El prejuicio es cuestionable, sin duda, pero deriva de un cálculo matemático: cuando se trata de un asunto opinable, el grado de coincidencia se reduce en la medida en que se amplía el número de sujetos considerados.

Cuanto más amplio es el consenso, más obvio y elemental suele ser lo preferido. Lo cual no priva a lo obvio y elemental de interés, pero no determina que sea superior a lo más complejo e inesperado. De otro modo, sería como dar razón a ese artefacto del poeta Nicanor Parra que ya he citado más veces: “¿Best seller? La KK se come: tanta mosca no puede estar equivocada”.

El eje de la “polémica” atizada por Del Val es la alternativa entre alta y baja cultura. Pero se trata de una alternativa que hace ya mucho quedó obsoleta, debido al desplazamiento de los dos términos enfrentados.

A ver si nos enteramos: la cultura popular queda lejos de ser lo mismo que la cultura de masas. Cultura popular, para entendernos, sería, por ejemplo, el flamenco. Cultura de masas sería el k-pop en el que se encuadra el arrollador grupo musical surcoreano Blackpink, generado exprofeso por la multinacional YG Entertainment.

La cultura popular puede permitirse no ser comercial. La cultura de masas, no. A diferencia de la alta y baja cultura, que pueden sobrevivir en sus márgenes, la cultura de masas está enteramente atravesada por el mercado. Ese es su horizonte, antes que el público propiamente dicho. El criterio de calidad es accesorio para la cultura de masas, como lo es el concepto mismo de cultura.

¿Libros o literatura? Lo mismo da: lo importante es que se venda.

Del mismo modo que en las farmacias se venden productos que, como los caramelos de eucaliptus, no son propiamente medicamentos, en las librerías se venden libros que no aspiran a competir en la carrera literaria, sino solo en la del éxito. Hace ya tiempo que para designarlos circula el término “paraliteratura”.