Romanticismo. Durante un viaje en tren de poco más de tres horas, he leído –leer y ver pasar el paisaje, gran placer– L’Orco (Nórdica), relato publicado por George Sand, nacida Aurore Dupin, en 1838, cuatro años después de vivir en Venecia sus turbulentos amores con Alfred de Musset, uno de sus numerosos amantes ilustres. L’Orco, título que alude al infierno, al inframundo o al más allá, transcurre en las noches de Venecia. Una atractiva mujer enmascarada y huidiza, conocida como el Antifaz, a la que jamás se ha visto subir o bajar de la góndola con la que surca los canales para frecuentar iglesias y palacios, vivirá un romance fatal con un joven conde y militar austríaco.

Historia propia del Romanticismo, con toques de misterioso decadentismo y de fantasmagorías pregóticas, L’Orco tiene además la muy estimable virtud de la brevedad: 57 páginas. Así, claro, pude leer este cuento largo o nouvelle, como dicen los franceses, en el transcurso del viaje, y empezar otro libro. Y es a lo que voy: hace años que solo leo libros –este ha sido un caso extremo– que ronden las doscientas páginas, medida con la que los escritores tienen la cortesía de no abrumarnos con narraciones inacabables, la humildad de no abusar de nuestra atención por creer muy interesante su largo discurso y, desde luego, la sobrada oportunidad de mostrar su talento.

Tamaño. Se observa hace años entre ciertos lectores una propensión a abismarse en tochos de gran extensión, como si las narraciones más desmedidas fueran las que dieran satisfacción a esa ansia por quedar “atrapados” o “enganchados”, que tantos de ellos manifiestan. Siempre ha habido una tendencia a asociar el concepto de “magna obra” literaria al titanismo del escritor, a su musculatura para el esfuerzo y la excelencia en relatos de paginación pluricentenaria.

La preferencia por lo breve o lo extenso está alcanzando rango de conversación pública a propósito de la duración de las películas

No pondré ejemplos de los más excelsos y abundantes casos de esta especie, pero, para considerar que aquí el tamaño tampoco importa, bastará recordar que Noches blancas, La muerte de Iván Ilich, La metamorfosis, El diablo en el cuerpo, El fuego fatuo, El extranjero, Pedro Páramo o El coronel no tiene quien le escriba –por citar solo algunas de mis novelas predilectas– encontraron en la brevedad su mejor aliada para redondear su calidad y su calado, crear personajes indelebles y marcar la historia y el sentido de la condición humana en el siglo.

Dos horas. La preferencia por lo breve o lo extenso está alcanzando rango de conversación pública a propósito de la duración de las películas. Los cinéfilos han detectado que, últimamente, gran parte de las películas relevantes duran más de dos horas. Y se quejan. No se trata, no solamente, de las grandes superproducciones bruñidas de espectacularidad y efectos y concebidas para que el público juvenil y familiar eche la tarde en los multicines del centro comercial. No. El gusto por la larga duración ha alcanzado al cine de autor, más periférico respecto a las estrategias comerciales de la industria.

Las dos últimas y excelentes películas que he visto, Decision to Leave y Almas en pena de Inisherin, se solazan en torno, arriba o abajo, a las dos horas. Y hay en cartelera otras mucho más largas (Avatar 2, Babylon…) ¿Qué pasa? ¿Estamos como a finales de los 50, esta vez por la competencia de las series y las plataformas que retienen al público en casa, cuando el cine norteamericano amplió la duración de las películas y del espectáculo para poder competir con la emergente televisión y sacar a los espectadores del sofá doméstico?

Bueno, cortas o largas, novelas o películas, lo importante no es su extensión o duración, sino el interés estético e intelectual de su estilo y contenido y el tempo que las mantenga vivas ante las herramientas de captación y asimilación de sus destinatarios.