Mark Lester y Jack Wild en una escena de la película 'Oliver' (Carol Reed, 1968)

Mark Lester y Jack Wild en una escena de la película 'Oliver' (Carol Reed, 1968)

Letras

Oliver Twist, la edad de la inocencia

La novela de Dickens es un espejo en el que se proyecta diáfanamente su propia biografía, el desorden de unos afectos que terminó aquilatándose.

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Fue Rousseau quien equiparó los estados de infancia y los estados divinos utilizando indistintamente las expresiones “despreocupado como un niño”, “impasible como el mismo Dios”. Charles Dickens se sintió irremediablemente atraído y sugestionado por la figura, más que del niño-dios, del niño-expósito, el huérfano, el abandonado en orfelinatos de los que le terminaba rescatando algún milagroso acontecimiento que, de la pobreza más oscura y miserable, lo elevaba a la condición de agraciado por la fortuna.

Oliver Twist, por ejemplo, rezuma, en su zigzagueante periplo vital, aquella fusión de miseria y milagro, de abandono y amparo, de cruda lucha por la existencia y disfrute de una abundancia de afectos.

El tono sentimentalmente inflamado de las novelas de Dickens, que tanto sarcasmo deparaba a seres dogmáticos y fanáticos como Lenin, nunca debe separarse de su inhóspita infancia, que dejó en él una huella indeleble.

Del niño-dios y el niño-expósito solo hay un paso al heroísmo de la infancia que, fundamentalmente, viene entretejido en los relatos que tienen su origen en la oralidad. Aquí, nos topamos con el vigía lombardo de Edmundo de Amicis en Cuore, o con los grandes personajes infantiles de Platónov en La patria de la electricidad, sin olvidarnos de las heroicidades de Gravoche en Los miserables, de Víctor Hugo.

Para estos autores, el gran escenario de las luchas y revoluciones del mundo contemporáneo constituye un paisaje adecuado para extraer de la niñez una dimensión desacostumbrada, la de los esfuerzos sobrehumanos y valientes que inspira el amor a la humanidad.

Oliver Twist es un espejo en el que Dickens proyecta diáfanamente su propia biografía, el desorden de unos afectos que terminó aquilatándose

En absoluto, los niños dickensianos pertenecen a este registro de la infancia heroica de las guerras y las revoluciones. Para el novelista inglés, su prole de pequeños y zarrapastrosos hijos de las cosas, siempre con la cabeza encendida por un sentimiento de abandono y orfandad, no avanza en línea recta, como una locomotora, hacia un horizonte histórico despejado de violencia y crueldad, sino hacia un nirvana intrahistórico, doméstico, de afable sentimentalidad.

Dickens se parapetó en una lectura sucia e industrial del demiurgo que rige los destinos del corazón humano. Oliver Twist no es un niño-dios, ni tampoco un niño-heroico. Su campo de actuación no remite a un instante inmortalizado como felicidad, ni a unos actos proveedores de reparación y justicia.

Al revisitar las fábulas dickensianas protagonizadas por niños, asistimos a la expresión honesta, compasiva y porfiada, de ribetes emocionales muy pronunciados, hasta llegar a ser, por momentos, de tenor lacrimógeno, de unas odiseas que se enmarcan en casas de pobres, hospicios gobernados por hombres y mujeres desaprensivos y avariciosos y barrios atestados de malhechores. En fin, toda esa humanidad crecida al rebufo de la miseria y la supervivencia mientras ruedan los trenes y trabajan las fábricas.

Es en esos ambientes característicos de tiempos difíciles en los que Dickens provoca con su imaginación el milagro del niño finalmente recompensado, en una clave folletinesca, por el azar, que tras doblegarlo con la fatalidad de una vida manchada de barro y hollín le hace acreedor de la buena fortuna, que nunca es la de la riqueza y el bienestar, sino la del amor y el cariño de gente buena y sencilla.

Que el mundo se reduzca a ser una historia moral y sentimental, y la vida de los niños vagabundos y huérfanos en dicho mundo lo contrario del heroísmo revolucionario o la inmovilidad divina, quizás exasperase a Lenin, y fuese ignorado por Rousseau.

Las novelas de Dickens son un espejo en el que se proyecta diáfanamente su propia biografía, el desorden de unos afectos que, por misterios de lágrimas y desdichas sin cuento, terminó aquilatándose como un sólido patrimonio, como una huella profunda en su educación sentimental, base de la creatividad literaria y humana complejidad del novelista inglés.

En muchos de los niños de nuestra actualidad, los de las guerras y las hambrunas que los acosan, el destino dickensiano eleva hasta la extenuación los sufrimientos de esa edad de la inocencia.