Gonzalo Celorio. Foto: Elsa Chabaud

Gonzalo Celorio. Foto: Elsa Chabaud

Letras

Gonzalo Celorio: el látigo de la memoria

'Ciudad', 'memoria' y 'yo' son las tres palabras que definen la obra del recién galardonado con el Premio Cervantes, a quien recuerdo en sus clases siempre colmadas de la UNAM.

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“La ciudad se vuelve la geografía de la memoria: todo lo que he sido y todo lo que he perdido, permanece inscrito en sus calles como una partitura secreta que sólo yo puedo leer”.

Rara vez una sola cita es capaz de condensar una poética, pero estas cuidadosas palabras de La épica sordina concentran de algún modo el trayecto literario —nunca mejor dicho— de Gonzalo Celorio (1948), nuestro más reciente Premio Cervantes.

Ciudad, memoria, yo: tres palabras que, no por fuerza en ese orden, definen su itinerario: una sinuosa mirada hacia el mundo —reconcentrado en la Ciudad de México—, siempre desde la perspectiva de un yo curioso y acechado, que aprehende su propio pasado, y con él el pasado compartido, y a partir de allí lo retuerce y reinventa.

Justo así lo recuerdo en sus clases en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM —siempre colmadas—, cuando con su tersa voz de barítono hipnotizaba a sus audiencias mientras saltaba de una lectura a otra, enhebrándolas con el mapa mental de su barrio de la infancia y adolescencia, demostrando que la imaginación y la memoria son gestionadas por la misma área del cerebro: ese minúsculo hipocampo —nada parecido a un caballito de mar— que Gonzalo Celorio ha ejercitado con singular persistencia a lo largo de toda una vida.

La mención a su labor didáctica no es menor: con singular celo quiso prolongar la tradición, cada vez más etérea, de los mentores literarios en la academia mexicana, y varias generaciones de incipientes escritores, entre los que me cuento, podrían dar testimonio de su generosidad en este ámbito.

De Amor propio (1991) a Ese montón de espejos rotos (2025), que apenas está llegando a las librerías, pasando por Tres lindas cubanas (2006), El metal y la escoria (2014) y Los apóstatas (2020), la coherencia del proyecto se mantiene: la apuesta consiste en valerse del material autobiográfico —y, en particular, de una misma mirada, de un punto de foco, de un divisadero inimitable— para darle forma novelística, es decir, para trastocarlo, recrearlo y reinventarlo, no en busca de un enmascaramiento sino de su reverso: de una nueva verdad que solo surge a partir de la ficcionalización extrema de la memoria.

Sea el recorrido desde la frustración juvenil hasta el autoconocimiento, en una vuelta de tuerca al coming-of-age, de la exploración de la herencia familiar cubana —esa tercera raíz que anima su escritura—, de la relación entre vida y literatura, de la exploración de los destinos entrecruzados y contradictorios de su familia o de sus hermanos o, ya de plano, de unas memorias formales, el camino de Celorio invita a seguirlo de cerca, a sumergirse en una nostálgica —pero no menos aguda— anatomía del propio pasado, en busca de desmenuzarlo y, también, de recuperar sus múltiples facetas: la superposición de ese “montón de espejos rotos” que es el único camino para descifrar el mundo y, por supuesto, la propia vida.

En todos los casos, Celorio no hunde solo su mirada en sí mismo y en su entorno inmediato, por más que ese sea el objetivo último de su lupa, sino que constantemente abre la perspectiva hacia lo político: su bisturí también destripa las maneras en que lo público, sea el movimiento del 68, la era utópica y revolucionaria que se abre a partir de entonces, o las relaciones tensas y complejas entre la intelligentsia y el poder en México, o la pura actualidad, se imbrican en los caminos individuales. Como coordinador de Difusión Cultural y director de la Facultad de Filosofía y Letras en momentos muy difíciles para la UNAM, o en el Fondo de Cultura Económica, Celorio conoció en primera persona estos vericuetos entre el saber y el poder.

De entre sus libros, tengo especial preferencia por Los apóstatas: una lúcida, descarnada y a la vez empática mirada hacia dos de sus hermanos, Miguel y Eduardo, quienes transitan de la vida religiosa a la vía revolucionaria o a la académica, torciendo sus destinos y revelando con ello, en ese otro espejo en pedazos, esos otros destinos posibles que solo se entienden como eso: la apostasía que representa abdicar radicalmente del propio mundo imaginario.