Julio Llamazares. Foto: José Carlos Cordovilla

Julio Llamazares. Foto: José Carlos Cordovilla

Letras

Julio Llamazares busca a su padre en la Guerra Civil: una novela que retrata el espanto y dignifica la España vacía

El escritor replica en 'El viaje de mi padre' el itinerario que siguieron, hace 86 años, su progenitor y un compañero radiotelegrafista al inicio de la contienda.

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La literatura de viajes constituye una columna vertebral en la escritura variada (poesía, novela, cuento, reportaje, articulismo) de Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955). Buena parte de su obra se inscribe en el género de los libros de andar y ver o se relaciona con él. Incluso, como muestra de una firme afición, en Los viajes de Madrid comenta las andanzas por la capital de una diversa lista de antiguos visitantes (Borrow, Trotski, Neruda…).

El viaje de mi padre

Julio Llamazares

Alfaguara, 2025
326 páginas. 19,85 €

A veces lo hace con el enfoque reporteril de Las rosas de piedra y Las rosas del sur, amplio recorrido por las catedrales españolas. Un símbolo, en cambio, el de la decadencia, monopoliza su visita en Trás-os-Montes a esta depauperada región portuguesa. En fin, el algo elegíaco viaje a la memoria personal preside el itinerario por la cuenca del Curueño, en la montaña leonesa, de El río del olvido.

En El viaje de mi padre, Llamazares le saca buen provecho a la multiplicidad de perspectivas que suponen estas andanzas previas para replicar el itinerario que siguieron, hace 86 años, su progenitor y un compañero radiotelegrafista, Saturnino, al comienzo de la Guerra Civil.

En 1937, desde una aldea leonesa, ambos, estudiantes de magisterio de 18 años, soldados voluntarios del ejército sublevado para eludir el frente y destinados al Regimiento de Transmisiones, iniciaron un viaje forzoso de 800 kilómetros que les llevó a participar en las batallas de Teruel y de Levante, dos de las más terribles de la contienda.

Ambos combates determinan el doble eje del libro, marcado, aparte de por los escenarios, por la climatología, las terribles bajas temperaturas en la toma de la capital aragonesa y el termómetro incendiado en la conquista de Castellón. Tras superar el espanto turolense, padre y compañero –"más que un amigo, un hermano"– disfrutaron de un descanso en Zaragoza y continuaron hacia Levante, en donde se libraron de la muerte boicoteando las órdenes de sus superiores al inutilizar la emisora que llevaban.

La primera parte del viaje hilvana con la fidelidad posible a unas confidencias escasas y gracias a razonables hipótesis ("imagino", repite Llamazares) el recorrido paterno en tren o en otros medios y hace altos en lugares destacados de la expedición: León, Palencia, Valladolid, Aranda, Calatayud y Teruel. La siguiente se inicia en Zaragoza, se detiene en Caspe o Alcañiz y concluye al sur de Castellón, en la Sierra de Espadán y Segorbe.

Los lugares más destacados en su trascendencia militar obtienen la atención debida, en particular la batalla de Teruel –la Stalingrado española se la ha calificado– y la definitiva toma franquista de la ciudad. El autor alcanza alta expresividad en el relato del espanto de aquellas jornadas terroríficas que costaron miles de muertes a ambos bandos.

Pero no se ocupa con menor dedicación de otros lugares hoy casi olvidados y que encarnan los esfuerzos materiales empleados (con minucia se anotan las fortificaciones y trincheras de las que todavía quedan huellas elocuentes) y la ferocidad de los combates. Además, en esta vertiente del viaje dedicada a la recreación bélica se hace hincapié en el salvajismo de la guerra, en línea con la llamada memoria histórica.

No se contenta Llamazares, sin embargo, con resucitar la guerra según la pudo vivir, sentir y padecer su padre, sino que todo el libro pivota sobre el contraste entre el ayer recreado con poderosa imaginación y el presente observado atentamente por el viajero actual. La confrontación de ambos tiempos constituye un leitmotiv del relato. Y este contraste nos lleva a un asunto de máxima actualidad, el de la España vacía, o como quiera decirse.

El abandono de los pueblos y los efectos que cierta modernidad ha tenido en la vida rural ha sido ya motivo de interés de Llamazares. La problemática humana, económica y paisajística derivada del embalse de Riaño, en la patria chica del autor, le ha ocupado en otras ocasiones. Ahora, al hilo de la peripecia paterna manifiesta su queja, indignada, por la dejadez a que han venido a parar tierras antaño fértiles y lugares pujantes.

El recorrido actual repite con machacona monotonía unas idénticas instantáneas: pueblos desérticos sin un alma en sus calles y sin niños en sus plazas, campos abandonados, actividad agrícola inexistente, bares vacíos, población envejecida, juventud que ha huido a la ciudad, predominio de trabajadores emigrantes…

La subjetividad impregna de emotividad la doble estampa de la barbarie bélica y de la soledad rural

Son imágenes con las que se lleva a cabo una alegoría de la soledad humana en el medio rural. La estampa resulta contundente en pequeños pueblos sumidos en la más absoluta decadencia. Y en la misma dirección apunta otra referencia constante, los ferrocarriles clausurados y las estaciones de tren, algunas notables piezas arquitectónicas, en ruina y sin viajeros.

Quizás a nada como al tren se le saque tanto valor emblemático. Creo que la transformación histórica que ha devenido en el cierre de líneas y la irrupción de la alta velocidad tiene para el autor una carga emocional enorme, y de ahí la intensidad con que contempla unos cambios que no parece que sean para mejor.

Dicha imagen se potencia cuando el autor repara con sentir un tanto noventayochesco en villas antaño poderosas o epicentros de comunicaciones. Entre otros casos notables –Venta de Baños, Aranda de Duero, Burgo de Osma…–, de Carrión de los Condes extrae un magnífico ejemplo de los efectos de la historia. En el recorrido por la espléndida villa palentina asocia con contundente fuerza expresiva el pueblo antaño poderoso, repleto de monumentos admirables, y el actual, de existencia convaleciente.

Sea en los recuerdos de la guerra, sea en las viñetas de actualidad, Llamazares no cae en la mortecina crónica documental. Al revés, dispone diferentes recursos para que el viaje tenga el atractivo de la narratividad y resulte variado. Desde luego, maneja y utiliza documentación histórica y literaria en medida conveniente y ponderada. Alguna vez trae a colación apoyos literarios como unos oportunos versos de su paisano Gamoneda.

También se permite impresiones líricas ante un paisaje o en un amanecer. Recurre, por otra parte, a un clásico de la literatura de andar y ver, las conversaciones del viajero con gente de los lugares que atraviesa, las cuales fortalecen sus datos o impresiones. Todo ello proporciona dinamismo al relato. Y, sobre todo, el propio autor es una presencia constante. Este plus de subjetividad impregna de sentimiento y emotividad la doble estampa de la barbarie bélica y de la soledad rural.