Javier Marías. Foto: Riccardo Musacchio & Flavio Ianniello

Javier Marías. Foto: Riccardo Musacchio & Flavio Ianniello

Letras

Javier Marías, el divino impertinente

No era altivo ni soberbio, sino cortés y generoso. Si tuviera que destacar algo, subrayaría la delicadeza de aquel caballero de otra época

12 septiembre, 2022 14:16

No puedo alardear de haber sido amigo de Javier Marías. Entre octubre de 2021 y finales de enero de 2022, hablé con él por teléfono en tres ocasiones e intercambiamos cuatro cartas. Yo le enviaba mensajes mediante el correo electrónico y Mercedes, su secretaria y amiga, los imprimía para que los leyera. Marías, con esa elegancia que le caracterizaba, me respondía con breves cartas de su puño y letra. Mercedes las escaneaba y me las remitía en formato PDF.

Teníamos pendiente una cita para conocernos en persona, pero siempre me decía: “cuando esté mejor”. No sabía a qué se refería, pero especulaba que no se trataba de nada grave. Ayer, cuando me comunicaron su fallecimiento por teléfono, descubrí que me había equivocado y comprobé una vez más que la muerte deja un vacío irreversible, especialmente cuando se trata de escritores y artistas que han ampliado el mundo con sus creaciones, obras que se superponen a la realidad, incrementando el espesor de la vida.

Marías me había hablado de quedar cerca de su casa en la Plaza de la Villa y yo fantaseaba con ese encuentro, no sin cierto temor, pues soy algo tímido, un rasgo que se acentúa en la presencia de las personas a las que admiro. Me consolaba pensar que Marías también lo era un poco o, al menos, eso había creído yo advertir en nuestras conversaciones. Quizás era una impresión falsa, pero intentaba convencerme de que no era así. Los tímidos suelen entenderse bien, pues comprenden sin esfuerzo las inseguridades ajenas y contemplan con indulgencia esas torpezas que otros reprueban con una mirada de horror.

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Ahora sé que ese encuentro ya no se producirá y esa certeza me parece tan hiriente como una cuchillada. Siempre he experimentado la sensación de llegar tarde a todo y una vez más se ha cumplido ese temor. Ya no compartiré un café con Marías, ni pasearemos por la Calle Mayor. Ya no tendré la oportunidad de escucharle divagando sobre Benet, Faulkner o Conrad. Ya no podré disfrutar de esa fina ironía inglesa que salpicaba sus conversaciones, tan alejada de la solemnidad de otros escritores que se toman a sí mismos demasiado en serio.

En mi breve trato con Javier, aprecié que no era altivo ni soberbio, como algunos sostenían, sino cortés y generoso. Si tuviera que destacar algo, subrayaría su delicadeza. Era uno de esos caballeros de otra época que atienden a todo el mundo con la misma deferencia, sin dejarse impresionar por la fama o el dinero. Me recordaba mucho a su padre, don Julián Marías, un gran filósofo al que España maltrató miserablemente, escatimándole el Premio Nacional de Ensayo y vetando su acceso a las aulas universitarias como catedrático.

 Ya no podré disfrutar de esa fina ironía inglesa que salpicaba sus conversaciones

Saber que habían convivido de adultos, cuando ya había fallecido Dolores Franco, escritora, profesora y madre de Javier, despertaba en mi imaginación el recuerdo de esas novelas inglesas donde dos amigos comparten vivienda, sin relajar las formas ni incurrir en confidencias embarazosas. Algo así como Sherlock Holmes y Watson, pero con la diferencia de que en este caso se trataba de dos mentes con idéntico grado de lucidez. Alguien objetará que es un símil forzado. No lo creo. ¿Acaso Javier no era un artífice de “thrillers metafísicos”, tal como señaló la crítica inglesa? ¿No es menos cierto que don Julián fue un explorador de grandes misterios, como esa muerte que parece el final de todo, pero que él interpretaba como un tránsito hacia un estado de plenitud?

Todas las almas fue la primera novela que me introdujo en la galaxia Javier Marías. Noté de inmediato la huella de Juan Benet y Joseph Conrad. Su prosa era sinuosa, reflexiva, analítica. Su objetivo no era la belleza, sino el hallazgo de esas regiones donde el ser humano sufre una conmoción y descubre algo de sí mismo que no esperaba. Incurría en grandes riesgos, esparciendo en el relato ideas sobre la vida, el amor, el sexo.

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No era un autor invisible, que intenta hacer olvidar al lector que hay un narrador, sino un escritor que sitúa a su yo en el centro del relato. Todas las almas tiene algo de autoficción, pero es mucho más que eso. La novela es un género que finge objetividad, pero en realidad nace de una subjetividad exacerbada. En el caso de Marías, esa subjetividad no molesta. Se trata de una inteligencia que no se esconde, tal vez porque es demasiado aguda para pasar inadvertida. Corazón tan blanco, a la que dediqué un artículo en esta revista, y Mañana en la batalla piensa en mí, con un inicio y un desenlace sumamente inquietantes, solo aumentaron mi estima por su escritura. Quizás las dos mejores novelas de la literatura española de los últimos cincuenta años.

Javier Marías me dijo que su novela más ambiciosa no era ninguna de esas dos, sino Tu rostro mañana, inspirada en la dolorosa experiencia de su padre, delatado por un amigo a las autoridades franquistas, que lo encarcelaron bajo la falsa acusación de ser un espía de Moscú. No es una novela que busque complacer al lector, sino un texto exigente, que combina otra vez lo autobiográfico con la ficción, abordando un gran dilema moral: ¿debemos conocer todo sobre nuestros seres queridos? A veces es preferible no saber, pero el ser humano quiere saberlo todo, incluso lo que le hace daño. No advierte que no hay marcha atrás en ese anhelo. Los secretos no pueden volver a serlo cuando ya han sido revelados.

Su objetivo no era la belleza, sino el hallazgo de esas regiones donde el ser humano sufre una conmoción

Javier Marías se despidió con Tomás Nevinson, una valiente reflexión sobre el terrorismo y la guerra sucia orquestada por los gobiernos para combatir sus estragos. Incluía unas páginas conmovedoras sobre el atentado de Hipercor. Lejos de alentar el olvido, incitaban a honrar a las víctimas, preservando su recuerdo. La reflexión aparecía acompañada por una fotografía del atentado de la casa cuartel de Vic, con un guardia civil sosteniendo en brazos a una niña herida. Marías se anticipó a W. G. Sebald en la idea de incluir fotografías para ilustrar los textos, quizás porque pensaba que la distinción en géneros es un artificio de escasa consistencia.

Mi relación con Javier Marías comenzó poco después de publicar en Zenda un relato titulado “El día que no conocí a Javier Marías”. En él, me describía a mí mismo como un admirador obsesionado por conocerle, para lo cual rondaba su calle, buscando la oportunidad de abordarle o incluso de colarme en su vivienda. Me inspiraba en el ejemplo de Carson McCullers, que acosó sin éxito a Djuna Barnes. Yo tuve más suerte. No esperaba que Marías leyera el cuento, pues Zenda es una publicación digital y sabía que él no utilizaba ordenador, pero alguien se lo hizo llegar y me envió una nota de gratitud, aclarándome varias cosas. No escribía en una Olivetti, como yo apuntaba, sino en una Olympia Carrera de Luxe.

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Consideraba excesivo que le comparara con Djuna Barnes y me felicitaba por citar El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, una novela que él también admiraba. Por último, me pedía que no concediera credibilidad a los rumores que circulaban sobre él: “no hagas caso de algunas de las cosas que dices que se dicen de mí: puede que sea soberbio, pero te aseguro que no desprecio en absoluto a mis lectores, sino que les tengo enorme gratitud; que en modo alguno trato mal a mis amigos, sino con la mayor delicadeza de que soy capaz; y que no soy en absoluto misógino, sino todo lo contrario”. Se despedía pidiendo mi teléfono para llamarme más adelante, pues en ese momento se encontraba fuera de España.

Nunca pensé que cumpliría su promesa, pero César, un buen amigo que trabaja como editor y que había coincidido con él en varias ocasiones, me aseguró que lo haría, pues le consideraba una persona afable y un hombre de palabra. Una de esas tardes de noviembre donde los crepúsculos comienzan a adelantarse sonó el teléfono y lo descolgué. Reconocí su voz de inmediato. Hablamos durante más de media hora. Me dijo que se había divertido mucho con mi relato e intercambiamos impresiones sobre su padre, Juan Benet y la epidemia de estupidez que recorre el mundo.

Puede que 'Corazón tan blanco' y 'Mañana en la batalla piensa en mí' sean las dos mejores novelas de la literatura española de los últimos cincuenta años

No parecía un escritor engreído, sino una persona cercana y cordial, incapaz de decir nada hiriente u ofensivo. Me contó que había encontrado un ejemplar de Tintín y el misterio del Toisón de Oro y que lo había comprado pensando que me gustaría. No es un álbum más del reportero del mechón pelirrojo, sino una selección de fotogramas de la película que se realizó en 1961, con actores encarnando a los personajes de Hergé. Se trata de una rareza de cierto valor. Agradecidísimo, le pedí que escribiera algo en el álbum. Me contestó que le producía extrañeza dedicar una obra que no había escrito, pero yo insistí y él accedió. Ahora mismo tengo el ejemplar entre mis manos y me produce una tristeza infinita leer la dedicatoria: “Regalo de Javier Marías para Rafael Narbona, que aún no me ha conocido. 15 de diciembre de 2021”.

Al releer estas líneas, acuden a mi mente los versos de Miguel Hernández: “No perdono a la muerte enamorada, / no perdono a la vida desatenta, / no perdono a la tierra ni a la nada”. Hay algo particularmente trágico en una amistad que despunta y no cuaja porque la muerte propina “un hachazo invisible y homicida”. Marías me dedicó también un ejemplar de Las huellas dispersas. Su caligrafía, elegante pero no especialmente depurada, escribió estas palabras: “Para Rafael Narbona, que conocerá muchas de estas piezas, pero tal vez algunas no. Con la simpatía de Javier Marías”.

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Poco después, le llamé por teléfono y le pedí una entrevista para El Cultural. Aunque había declarado que no concedería más, aceptó por “tratarse de algo especial”. Grabé la entrevista, que duró hora y media, y luego la trasladé al papel. Cuando apareció publicada, me envió por SMS los comentarios de su médico, uno de sus sobrinos y un amigo, que elogiaban unánimente la entrevista.

Al día siguiente, me llamó por teléfono y le eché en cara que me hubiera regalado un álbum de Tintín: “Has despertado en mí el impulso del coleccionista y ya no puedo parar. Me estoy gastando sumas escandalosas de dinero. Diré a todo el mundo que Javier Marías ha tenido la culpa”. Nos reímos y de nuevo hablamos de quedar, pero hacía muchísimo frío y me pidió que esperáramos un poco. “Cuando esté mejor”, volvió a repetir. Su comentario suscitó una vez más mi extrañeza, pero pensé que se refería a algo sin demasiada importancia. Había leído que –como yo- sufría insomnio y me pregunté si tal vez le causaba un malestar tan agudo que había afectado a su salud.

Puedo imaginarlo en el Reino de Redonda, ostentando el cetro con esa impertinencia que se atribuía y jugando al ogro que no era

Durante los meses siguientes, intercambiamos varias cartas. Me hizo mucha ilusión que me enviara tres notas manuscritas. En una de ellas, admitía que le había hecho mucha gracia que le comparara con Waldo Leidecker y Max de Winter, pero que en realidad se parecía más al profesor Henry Higgins, el personaje de Bernard Shaw interpretado por Rex Harrison en My Fair Lady. Discrepaba conmigo en mi apreciación de Thomas Bernhard, al que no consideraba malvado, sino “amable y tímido”, dos adjetivos que definen muy bien la personalidad de Marías.

Me comunicaba que estaba muy contento de haber aparecido en el libro La leçon d’élégance, acompañando –entre otros- a Cary Grant, Brian Ferry, Belmonte, el príncipe Carlos y Marcel Proust. “A más no puedo aspirar”. Se despedía con una divertida reflexión sobre las biografías: “espero que nadie se ponga nunca a escribir la mía”. En otra carta, me comentaba que se escribía con la viuda de Rex Harrison y confesaba que nunca había deseado tener discípulos.

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Hacia la primavera, la correspondencia se interrumpió. No podría explicar los motivos. Yo no quise insistir, pues odio ser pesado y presumía que Marías atendía infinidad de frentes. Su tiempo era limitado y no quería abusar de él. Me consideraba afortunado por el contacto que habíamos mantenido, pero no perdía la esperanza de conocerlo. No esperaba que la muerte destruyera definitivamente esa posibilidad.

¿Dónde está ahora Javier Marías? Solo un necio diría que se ha convertido en polvo. Sus libros siguen ahí, muy vivos, atrayendo a millones de lectores. Dentro de un siglo seguirán leyéndose, como se leen las novelas de Conrad, Stevenson o Henry James. Marías auguraba que caería en el olvido, pero se equivocaba. Su presencia se ha desvanecido, pero no creo que se haya extinguido. No me cuesta trabajo imaginarlo en el Reino de Redonda, ostentando el cetro con esa impertinencia que se atribuía y jugando al ogro que no era.

Espero que me disculpe por considerarle un amigo. En realidad, todos los lectores establecen una relación de amistad con los autores que admiran. Fernando Savater me dedicó La infancia recuperada hace poco con unas palabras que me conmovieron: “Para Rafael Narbona, de su lector y por tanto su amigo”. Javier Marías se mostraba escéptico con el más allá. En cambio, Don Julián, su padre, decía que la resurrección era imposible y, por eso mismo, necesaria. ¿Y en qué consistiría esa hipotética resurrección? En “proseguir las trayectorias interrumpidas”.

Eso significa que Javier Marías sigue escribiendo en su Olympia Carrera de Luxe, con uno de esos cigarrillos orientales -¿tal vez turcos?- que tanto le gustaban suspendido de sus labios y rodeado de pilas de libros, esperando su lugar en las estanterías. Eso sí, tendremos que esperar a reunirnos con él para leer sus próximas novelas. Prefiero creer eso que aceptar la obscenidad de la muerte.