Herbert von Karajan en un concierto en Brasil en 1972

Herbert von Karajan en un concierto en Brasil en 1972

Letras

Karajan, la intimidad de un maestro casi humano

En esta documentada y elogiosa biografía, Leone Magiera, amigo del músico, lo pinta como un maestro intransigente pero también como “el director más grande”

21 junio, 2021 09:26

Karajan. Retrato inédito de un mito de la músicaLeone Magiera

Traducción de Amelia Pérez de Villar. Fórcola. Madrid, 2021. 284 páginas. 25,50 €

El retrato es inédito, efectivamente, porque muestra a un Karajan íntimo, ¡casi humano! Leone Magiera (Módena, 1934, estrecho colaborador y amigo –dentro de lo que cabe– del maestro, asistió en primera fila a casi todas las vicisitudes operísticas de Karajan y, con una narración sencilla y lúcida, consigue llevar al lector a esa misma posición de privilegio. Desde que se conocieron en 1963, en la Scala, durante las audiciones para La bohème, Karajan adoptó a Mirella Freni como soprano predilecta y a Magiera, su pianista, profesor y marido, como repertorista de cabecera y consejero en materia de voces.

El libro es un profundo elogio del Karajan operista, “el director más grande de la época moderna”, el único capaz de agitar las emociones de un gran cantante hasta convertirlo en un gran intérprete. Lo pinta como un maestro intransigente, gran rechazador (antes de oír a la Freni para Mimì, había rechazado a Di Stefano, nada menos, y llevaba descartadas siete Musettas), pero también como un músico esencial, tan obsesionado con una composición cabal del personaje, como dispuesto a dar libertad al cantante en los detalles.

Era capaz de aterrorizar a Oralia Domínguez en un Sigfrido hasta dejarla incapaz de emitir sino un sonido crudo, gutural y cavernoso, justo el que él quería para una Erda que imaginaba surgiendo “de las vísceras más profundas del subsuelo”, pero también podía bajar los brazos ante un aria cantada con verdad musical y dejarla sonar, acompañándola únicamente con una sonrisa.

Lo exigía todo, pero estaba dispuesto a darlo todo. Se jugó su puesto en la Ópera de Viena —y lo perdió— por defender a un apuntador que el sindicato austriaco rechazaba por ser italiano. Karajan, por cierto, había sido nazi, un nazi profesional, no ideológico, que se apuntó al partido para hacer carrera y vaya si la hizo. Sin pudor le cuenta a Magiera su huida a Italia tras la guerra y cómo sobrevivió mendigando en las calles de Trieste disfrazado de ciego, con gafas negras y bastón. Esta misma habilidad le serviría después para evaluar cantantes sin ser notado. Para espiar a la Freni en un Falstaff del Covent Garden se vistió de escocés: se puso un kilt y se tiñó el pelo de rubio. A Pavarotti lo espió en la ópera de Viena disfrazado de tirolés, con barba postiza y grandes gafas de Carey.

A través de impagables anécdotas Magiera pinta a Karajan como un maestro intransigente pero también como “el director más grande”

Magiera nos invita a asistir a las cenas con el maestro, todas con idéntico ritual. El barón von Mattoni, secretario personal de Karajan, lleva a los comensales a la mesa. Cuando Karajan hace su entrée a paso marcial, todos se ponen en pie, impelidos por la energía que irradia de ese hombre bajito. A la cena, a base de sopa de tortuga, le sigue una sobremesa en la que Karajan bebe Châteauneuf-du-Pape y se fuma cinco cigarrillos, los únicos del día, encendidos por el fiel Mattoni. Al apagar el quinto, se levanta y, sin despedirse, se va por donde ha venido.

En esas veladas vemos nacer grandes planes musicales, pero también conocemos al Karajan pequeño, adicto al cotilleo, obsesionado con los amoríos de sus cantantes y colegas. Nos enteramos también de pequeñas miserias, como la villa en la Costa Azul que le regaló un magnate a cambio de dar a su hijo un papelito en un Don Carlo.

Carlos Kleiber —“el otro Karajan” o, también, “el antikarajan”— protagonizó un episodio histérico-cómico en La Scala. Para su Otello acababa de rechazar, ¡en el ensayo general!, al gran barítono Renato Brusoni, el cual, entre juramentos, echó abajo la puerta del camerino del maestro y le lanzó un directo que dio, no en su mentón, sino en el de Plácido Domingo, que había entrado a templar gaitas.

Días después, Magiera, tras un Don Giovanni en Salzburgo, bajó al camerino de Karajan para felicitarle y contarle este chisme de Kleiber que le hubiera encantado, pero no pudo: encontró al maestro quitándose laboriosamente el frac ayudado por dos médicos que le recomponían el rígido corsé con el que se mantenía erguido. Había sufrido varias operaciones de columna vertebral y vivía entre dolores. “Espero volver a verle pronto completamente restablecido”, le dijo Magiera, pero él contestó: “No. Para mí, todo ha terminado”.

@GuibertAlvaro