Image: Reescribir los clásicos, ¿nueva vida o traición?

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Letras

Reescribir los clásicos, ¿nueva vida o traición?

22 diciembre, 2017 01:00

Ilustración de Ana Juan para Cuentos Esenciales de Maupassant (Random House)

Aprovechando la publicación de la nueva novela de Colm Tóibín (La casa de los nombres, Lumen), en donde reelabora La Orestíada de Esquilo, preguntamos a varios escritores sobre la conveniencia de adaptar o actualizar los clásicos, ya sea para facilitar su lectura o para acomodar su contenido a los gustos del presente.¿Es legítimo? ¿Puede un clásico conservar su fuerza o su poesía en versiones adaptadas?

Si uno pregunta a un puñado de escritores sobre la actualización, reelaboración o reescritura de los clásicos, sobre si este ejercicio les parece bien, mal o regular, lo más probable es que todos se muestren partidarios. He aquí algunas de sus razones: "Un autor no le debe lealtad a nada, salvo a sus obsesiones"; "¿no son actualizaciones todas las traducciones?"; "el componente básico de la literatura es precisamente la actualización -cuando no la traición- a los clásicos"; "interpretar es la esencia de la creatividad y la metáfora"; "las adaptaciones incitan a la lectura y a menudo son la puerta de entrada a la obra original".

Pero lo cierto es que actualizar (en el sentido de alterar un texto para acercarlo al presente), aunque es una práctica habitual en el teatro o el cine, no lo es tanto -o eso parece- en la literatura. ¿Y esto por qué? ¿No estábamos todos de acuerdo en el carácter benéfico de estas traiciones? Quizá ocurre que, como dice Rafael Reig, "adaptaciones hay muchas, pero se tiende a disimularlo", y que si te pillan, claro, "dirás que es un homenaje".

Aunque, si uno busca bien, los ejemplos se van multiplicando. Empezando por el mismo Reig, que en 2007 adaptó el Cantar del mío Cid junto a Luisgé Martín y Antonio Orejudo. Llamaron a su versión ¡Mío Cid! y la publicaron en la colección 451.Re: de 451 Editores, dirigida entonces por Javier Azpeitia. Era aquel un intento de acercar los clásicos a los lectores de hoy que, sin embargo, no tuvo la continuidad deseada. Hay otros ejemplos actuales. Están las reescrituras de Shakespeare a cargo de, entre otras, Margaret Atwood, Anne Tyler o Jeanette Winterson para una colección conmemorativa de Hogarth, y que van traduciéndose poco a poco al español. Y está la última novela de Colm Tóibín, La casa de los nombres, en la que el irlandés reinventa a su aire La Orestíada de Esquilo.

Carlos García Gual, clasicista y recientísimo académico de la RAE, acaba de leer el libro de Tóibín. "Está bien", comenta a El Cultural. ¿Cómo de bien, como el original? "No, no -se apresura a responder-. Tóibín es un buen escritor, así que el clima opresivo y los escenarios están logrados. Pero, si conoces el texto clásico, ves enseguida que los personajes, a excepción quizás de Clitemnestra, no están tan bien conseguidos. Por otra parte es normal: rara vez una adaptación consigue la fuerza, la poesía o la tensión dramática de la obra original". García Gual recomienda ("son adaptaciones muy dignas", dice) las Medea y Casandra de la alemana Christa Woolf y, en dramaturgia, A Electra no le sienta bien el luto, del Nobel Eugene O'Neill.

"Traducir es adaptar"

¿Hay adaptaciones que superen el original? Azpeitia cita el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, "una de las versiones más fascinantes que ha dado la literatura". ¿Y adaptaciones que no lo parezcan? "A mí siempre me ha parecido que La Metamorfosis de Kafka es una lectura nueva de La muerte de Iván Illich, de Tolstoi", interviene Reig.

El autor del Manual de Literatura para caníbales recomienda otra: Luna caliente, de Mempo Giardinelli, "una sugerente adaptación de Lolita, de Nabokov". De la obra más conocida del escritor ruso tenemos por cierto otra reelaboración reciente: Cada noche, cada noche, de Lola López Mondéjar.

Si traducir es adaptar, también es adaptación entonces la traducción del Quijote al castellano actual que hizo Andrés Trapiello. De ella habla con admiración Fernando Aramburu: "En ningún momento se me ocurrió abordar ese libro como quien tira por el atajo para ahorrar camino. Lo único que lamento es que no existiera esta versión comprensible cuando yo era adolescente". Azpeitia, que califica de "necesaria" la versión "léxicamente simplificada" del Quijote, recuerda en este punto cómo nos llegan los clásicos de otros idiomas: en traducciones a un español más o menos actual. Es significativo el caso de la colección de textos medievales europeos que Siruela lanzó hace unos años en España, y en la que evitó incluir textos españoles, incomprensibles para la mayoría, mientras las traducciones hacían fáciles de comprender los de otros idiomas.

Los clásicos en propiedad

Trapiello recuerda que todas las traducciones son en realidad adaptaciones. Y defiende las versiones en español de "todos los grandes libros que de no haber leído en traducción me habría quedado sin leer". De Homero a Tolstoi. "Y en español, las de literatura más antigua, el poema del mío Cid o el Arcipreste. Recuerdo versiones estupendas de Pedro Salinas y Menéndez Pidal", completa. Aizpeitia recuerda por su parte que siendo estudiante leía el poema del mío Cid en la prosificación del mexicano Alfonso Reyes, en Austral: "Lo supe mucho después, y a mí esa versión me espantó. Pero también sé que la traducción del mismo Reyes de El candor del padre Brown me abrió un mundo".

No faltan sin embargo quienes, ante la adaptación -no hablamos ahora de mera traducción- de un clásico, fruncen el ceño, cuando no murmuran directamente: "¡Sacrilegio!". Ocurrió con la versión de Trapiello y también con el remake de El Hacedor de Fernández Mallo. El autor de Nocilla dream se ganó incluso una demanda de la temible María Kodama. Ahora defiende su reelaboración de la obra borgiana, en la que pretendió, dice, "mantener el núcleo poético de cada pieza, la metáfora que era constitutiva de cada cuento". El escritor mallorquín cree que es importante distinguir entre actualizaciones y reinterpretaciones; las primeras, dice, no son interesantes: "No le veo sentido a pintar de nuevo Las Meninas y seguir llamándole Las Meninas. Sí le veo sentido -y casi diría que es de necesidad- a reinterpretar Las Meninas y llamar a esa nueva obra Reinterpretación de Las Meninas hecha por fulanito de tal. Es una cuestión de resignificación de una obra en nuevos contextos. En el primer caso hablamos de algo que podría caer en la impostura, y en el segundo caso del natural apropiacionismo que desde siempre es constitutivo a las artes y a sus movimientos".

Aramburu, de formación filológica, no cree que estos recelos surjan de una excesiva veneración hacia los clásicos, sino de algo mucho más prosaico: "Hay eruditos que, por haber dedicado tiempo y esfuerzo al estudio de las grandes obras del pasado, han desarrollado un sentimiento de propiedad sobre dichas obras. En consecuencia, se reservan la última palabra en el juicio crítico relativo a ellas y ejercen de celosos cancerberos". Pero no puede ser esa la única razón por la cual los clásicos se resisten más a reinterpretarse en la literatura que sobre las tablas. Luisgé Martín ensaya una razón: "La literatura es más autoral, más solitaria, más individualista, y por lo tanto se resiste a la mímesis obvia. El cine y el teatro son más colectivos e industriales". Fernández Mallo llama la atención sobre el significado del verbo "interpretar", propio del teatro; es decir, "rehacer al gusto de cada cual". Toda adaptación teatral, altere el texto o no, sería así una interpretación, una reelaboración del original.

Leer en la escuela

Azpeitia opina que las reelaboraciones de clásicos son constantes, pero a menudo no reparamos en ellas. Y lo achaca al mercado, una de cuyas principales "falacias", dice, sería la idea de producto exclusivo y novedoso que "distingue como auténtico a quien lo posee o lo lee". A esto habría que sumar "el culto al individuo, que acaba convirtiendo al autor en una especie de marca registrada y al lector en un cliente consumidor que exige que el producto sea adecuado a sus expectativas".

Hay quienes, como García Gual, sostienen que las adaptaciones pueden abrir una puerta, pero que, después de atravesarla, el camino ha de completarse sin ayuda. "Una buena adaptación puede hacer que los lectores pierdan el miedo a los clásicos y descubran que, en realidad, no son difíciles de leer".

Aunque los datos demuestran que es falsa la creencia de que los españoles leen cada vez menos (el último informe de CEGAL mostraba que en los últimos 15 años se ha registrado un incremento de 11,2 puntos en la proporción de lectores frecuentes) es indudable que los clásicos no están entre sus lecturas predilectas. ¿Pero lo han estado alguna vez? "Los clásicos nunca han tenido muchos seguidores, ni entre los jóvenes ni entre los viejos", comenta Trapiello, que no duda en culpar de ello a la enseñanza, y en concreto a unos profesores que "tampoco los han leído o los han leído por encima". El escritor habla de amar y de entender a los clásicos. Y pone el ejemplo del poeta Eloy Sánchez Rosillo, que daba clases sobre la Ilíada en una asignatura llamada Literatura Española. "Estoy convencido de que quienes tuvieran la suerte de asistir amarán toda su vida a Homero".

La experiencia de los escritores, lectores antes que nada, suele ser comparable: amaron la literatura a pesar de que todo jugaba en contra. "Yo siempre digo que soy lector a pesar de que me obligaron a leer a los quince años El cantar del mío Cid en castellano antiguo -señala Luisgé Martín-. Si después de eso sigues leyendo es porque eres un bendito y estás destinado a ello". Aramburu tampoco cree que las cosas hayan cambiado tanto: los clásicos eran obligatorios entonces, como lo son ahora. "Pero se conoce que algunos le cogimos el gusto al látigo y terminamos amando la tarea -añade-. La mayoría, en cambio, la aborreció. Por lo general, el rango de clásico surge de un juicio previo a nuestra opinión. Quizá este juicio no es lo suficientemente persuasivo para muchos jóvenes actuales".

Versiónes asequibles

Cuestión distinta es que los clásicos tengan que llegarnos adaptados, y en tal caso, qué tipo de adaptación sería la idónea para despertar interés o simplemente para que los lectores se familiaricen con una historia que más tarde podrán leer en su versión original. "Bueno, yo confío más en las actualizaciones verbales, es decir, en alguien que te explique por qué tal obra es interesante, que en una reelaboración escrita que convierta la obra en algo supuestamente más asequible".

Reig ha recomendado alguna vez empezar la trayectoria de lector al revés, comenzando por los contemporáneos hasta llegar a los clásicos. Y, al ser preguntado por la idoneidad de leer a los clásicos, de joven, en adaptaciones, nos regala esta comparación: "Como decían las monjas: el bikini no es ni bueno ni malo, depende de la intención con la que cada una se lo ponga. Lo mismo pasa con la lectura".