En el centro, el plano de Clifford Holliday para el reparto de Jerusalén en 1930. Arriba izq., judíos huyendo de la Ciudad Vieja de Jerusalén, agosto de 1929. Arriba dcha., funeral por los judíos asesinados en Safed, 1929. Abajo izq., persecución de judíos en Palestina. Abajo dcha., tumbas profanadas en la mezquita Nebi Akasha por alborotadores judíos en agosto de 1929.

En el centro, el plano de Clifford Holliday para el reparto de Jerusalén en 1930. Arriba izq., judíos huyendo de la Ciudad Vieja de Jerusalén, agosto de 1929. Arriba dcha., funeral por los judíos asesinados en Safed, 1929. Abajo izq., persecución de judíos en Palestina. Abajo dcha., tumbas profanadas en la mezquita Nebi Akasha por alborotadores judíos en agosto de 1929.

Historia

'Una muerte en Jerusalén', la novela sobre el asesinato de 1924 que prendió la mecha de la violencia en Palestina

Se publica por primera vez en español el libro de Arnold Zweig inspirado en el caso del grupo sionista que mató a un judío ortodoxo para evitar el entendimiento con los árabes.

Más información: Historia de la guerra sucia contra ETA desde Franco hasta los GAL: del ojo por ojo al asesinato indiscriminado

Publicada

El 30 de junio de 1924, en un oscuro callejón de Jerusalén, un hombre fue abatido por tres disparos al salir de una sinagoga. Se llamaba Jacob Israel de Haan y era poeta y abogado, y un conocido líder de la comunidad ortodoxa.

Una muerte en Jerusalén

Arnold Zweig

Traducción de Virginia Maza
Siruela, 2025
300 páginas. 24,95 €

Después de diversos despistes y maniobras interesadas, se descubrió que los asesinos de De Haan habían sido, al contrario de lo que al principio se pensó, correligionarios suyos.

En su recreación novelesca de los hechos, Arnold Zweig (1887-1968) hace que, justo antes del crimen, uno de los asesinos diga: “La traición mata”. Y es que a De Haan (De Vriendt, en la ficción), como se supo más tarde, lo asesinaron tres miembros del grupo paramilitar judío Haganá.

Esta organización sionista quería evitar el entendimiento con los árabes y De Haan estaba a punto de viajar a Londres para internacionalizar su campaña contra el sionismo.

Para entonces, el intelectual de origen neerlandés era algo así como el brazo político del judaísmo ortodoxo en la región. Y en publicaciones sionistas ya lo habían señalado como un traidor a su pueblo.

Zweig relata con densidad política e intelectual la atmósfera de paz precaria que reinaba en Palestina

La traición, como sugiere Zweig en la novela, se consideraba especialmente sangrante en el seno de un pueblo que, aunque no había sufrido aún el holocausto, ya arrastraba una larga historia de persecución y exterminio.

Zweig es consciente, ya en 1932, de la importancia del suceso narrado: el momento en que la sangre mancha por primera vez unas manos judías. Lo muestra en un diálogo en el que uno de los asesinos se justifica recordando los más de 50.000 judíos que los rusos blancos habían matado en los pogromos de entre 1919 y 1921.

“Los judíos habían matado en nombre de ideales revolucionarios o en la Gran Guerra, pero ¿ahí, en ese polvorín?”, se pregunta otro sionista, más adelante, al comprobar cómo adquiere peso la idea de asesinar como recurso político.

Los argumentos contrarios al asesinato político recuerdan a los que esgrimía George Steiner para justificar su antisionismo. En su opinión, la necesidad de Israel de garantizar su supervivencia por medio de la violencia había arrebatado a los judíos su verdadera nobleza: la de pertenecer a un pueblo que nunca había tenido el poder para torturar ni maltratar a nadie.

La novela de Zweig relata con densidad política e intelectual el contexto de ese crimen y la atmósfera de paz precaria que reinaba en Palestina.

Hay detalles que no coinciden, como es natural, con lo que hoy sabemos sobre aquel asesinato que, aunque no inauguró la violencia política en la zona, sí supuso el traspaso de una peligrosa línea.

Pero lo inevitable está: De Haan, al igual que su reverso literario, era un personaje complejo y contradictorio. Como judío ortodoxo, detestaba la doctrina sionista, que concebía la religión en términos políticos y abogaba por relegarla al ámbito privado.

Fue una voz escuchada de la comunidad judía palestina, el Yishuv, hasta que los dirigentes sionistas lo apartaron por sus vínculos con los árabes. De Haan, homosexual secreto, mantenía además relaciones con chicos árabes –algunos, niños–, lo que avivó en su día la teoría de que lo habían asesinado los parientes de uno de sus amantes.

Aunque Zweig afirma en el epílogo que él se mantuvo “respetuosamente en el umbral de su esfera personal”, lo cierto es que trata la homosexualidad del personaje como una fuente de culpa. Así, De Vriendt observa su inclinación secreta como “una pasión maldita que no había elegido, sino que el Dios burlón sembró en su pecho desde el principio”. Y también se describen –con regusto estetizante– las relaciones sexuales entre el adulto y el “muchacho”.

Al escritor alemán, no obstante, le interesan más las circunstancias que los personajes (a excepción de De Vriendt), reducidos casi siempre a unos rasgos superficiales, como es el caso de Irmin, el agente del servicio secreto británico, o los mismos asesinos del político jerosolimitano.

En cambio, dibuja con sensibilidad y precisión la Jerusalén de los años veinte, “una ciudad sin agua ni bosques ni paz, donde cincuenta y dos naciones y sectas se despreciaban en secreto, por la sola razón de no poder alejarse de ese fascinante pedazo de roca desnuda”.

Una ciudad esencialmente violenta, a menudo víctima del terrorismo y los disturbios como los que la asolaron en 1929. Con estos altercados hace coincidir precisamente Zweig el asesinato de su personaje (el de De Haan, en realidad, se produjo en 1924), al que sucedieron “actos extraños, horribles y heroicos”, dice.

En las primeras semanas se acusó a los árabes, y al entierro del político acudieron representantes sionistas (que públicamente habían despreciado al muerto) y de la autoridad británica.

Pero el odio enconado hizo que un incidente en el Muro de las Lamentaciones desatara la violencia. Esa segunda parte de la novela tiene el interés de anticipar situaciones que hoy asociamos con lo que ocurrió en Europa diez años después, y que Zweig, prototípico intelectual europeo de entreguerras, empezaba a vislumbrar al redactar su novela.

En ese sentido, el texto funciona como un termómetro de los excesos ideológicos del momento, que en Palestina impactaban con la religión y el conflicto territorial.

Zweig habla de árabes que escondían a judíos amigos para salvarles la vida, de judíos a los que mataba a tiros una patrulla británica, de masacres de familias enteras de un bando que poco después vengaba ese mismo bando con una atrocidad mayor; en suma, “del desorden de una guerra civil, con su atroz imprevisibilidad”.

Virginia Maza, la traductora, cuenta en el prólogo que Zweig, según escribió en una carta a Sigmund Freud, “quería iluminar el asesinato político de un judío a manos de otro judío como si fuera un asesinato político ocurrido en Alemania”. Quizá por eso la novela puede leerse también como un lúcido presagio del destino de Europa.