Sheila Fitzpatrick, fotografiada en una de sus estancias en Moscú en los años sesenta.

Sheila Fitzpatrick, fotografiada en una de sus estancias en Moscú en los años sesenta.

Historia

Recuerdos de una espía involuntaria en Moscú: Sheila Fitzpatrick en el punto de mira de la KGB

La gran sovietóloga narra en un libro sus estancias en la URSS a finales de los sesenta, donde fue acusada públicamente de espionaje.

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El día en que la señalaron como espía, Sheila Fitzpatrick (Melbourne, 1941) trabajaba en su tesis sobre Anatoli Lunacharski, el primer comisario del pueblo para la Educación tras la revolución bolchevique. Era junio de 1968 y la joven doctoranda vivía en Moscú con una beca del British Council. Su nombre apareció en un artículo que pretendía desenmascararla como una “saboteadora ideológica” que se dedicaba a la desinformación.

Una espía en los archivos soviéticos

Sheila Fitzpatrick

Traducción de Teresa Arijón
Siglo XXI Editores, 2025
328 páginas. 22,90 €

Tras el “affaire Svetlana” en 1967 (la deserción de la hija de Stalin a Occidente), la lucha contra el espionaje se había vuelto una obsesión en la URSS, donde cualquier extranjero era sospechoso. Y Fitzpatrick era un objetivo modélico para la KGB.

En primer lugar, los programas de intercambio habían demostrado ser un coladero de espías y todos los estudiantes rusos tenían que informar sobre los estudiantes extranjeros que conocían.

Fitzpatrick, además, empezó a moverse enseguida entre la siempre sospechosa intelligentsia, hablaba ruso y su director de tesis, Max Hayward, era un conocido anticomunista que estaba en las listas negras de Moscú.

La neurosis que sufrió entonces la estudiante podría recordar a la de los acusados que se declaraban culpables en los juicios farsa y que, pese a su inquebrantable lealtad soviética, morían convencidos de haber traicionado a su patria. Ella no era espía, al menos nadie la había contratado para eso, pero llegó a pensar lo contrario.

La autora retrata desde dentro la vida soviética durante una época de gran tensión este-oeste

Por un lado desafiaba a los sovietólogos occidentales, que estaban, según la autora, “más interesados en desacreditar a la URSS que en entenderla”. Por otro, quería averiguar cosas que los soviéticos no querían que supiera.

En aquel artículo, sin embargo, no se decía que fuese una espía al uso, sino más bien una agitadora oxoniense que había aterrizado en la URSS para embarrar el terreno. “Si los propios soviéticos no podían decidirse al respecto, no me sorprende que yo tuviera problemas para definirme”, señala en sus memorias.

Fitzpatrick era, ante todo, una académica, pero eso solía ser sinónimo de espionaje. Y en cierto modo era así. La diferencia con un espía corriente era que los investigadores no reportaban al cabecilla de ninguna red, sino al mundo académico occidental.

Fitzpatrick elaboraba además otro tipo de espionaje que la KGB detestaba: escribía a su madre cartas prolijas sobre la vida soviética y llevaba unos diarios –principal base documental de este libro– donde anotaba todo lo que no funcionaba del supuesto Edén comunista.

La historiadora especialista en la URSS Sheila Fitzpatrick, en 2021. Foto: Drunichick/Wikimedia Commons

La historiadora especialista en la URSS Sheila Fitzpatrick, en 2021. Foto: Drunichick/Wikimedia Commons

Su lealtad patriótica, por si fuera poco, no estaba clara –era australiana, pero estudiaba en Inglaterra– y frecuentaba el círculo de Novy Mir, la mítica revista que intentó reformar el régimen desde dentro y que publicó a gigantes de la disidencia como Solzhenitsyn.

A la KGB no le importaba la ecuanimidad con que Fitzpatrick trataba a la URSS en sus artículos. Y no dejó de intentar, a veces con un punto involuntariamente cómico, el asalto a su pobre intimidad de estudiante.

Así, la escritora tuvo que aprender a identificar a los agentes provocadores que le enviaban para seducirla y sacarle información. Y era consciente, gracias a detalles como una colilla en el alféizar, de que le registraban la habitación cada vez que salía de viaje.

La autora retrata desde dentro la vida soviética durante una época de gran tensión este-oeste. Su narración es equilibrada y muestra una realidad mucho más rica de lo que solemos leer.

“Mi vida moscovita me convenció de que la Unión Soviética era el lugar más inconveniente e incómodo del mundo para vivir”, dice, para añadir poco después que “era también el más fácil, dada la gran sencillez de todas las cuestiones morales”.

Años más tarde, cuando se instaló en EE. UU. y empezó a publicar sus investigaciones sobre la URSS, su visión desprejuiciada y reacia a la lógica de bloques le valió el desprecio de muchos colegas occidentales, que la acusaron de relativismo moral e incluso de trabajar para Moscú.

El hervidero intelectual de Novy Mir ocupó un lugar central en su formación soviética. La autora disecciona las delicadas relaciones que los encargados de la revista tenían con el régimen y los choques programáticos en el seno de la crítica. Y elabora un afilado perfil de Solzhenitsyn, que reconoce que no es santo de su devoción.

Sin restarle méritos, le reprocha ciertas actuaciones de entonces, como sus ataques a esa revista cuyos jefes se jugaron la vida por publicarlo en primer lugar.

Sin embargo, también confiesa que tal vez lo haya juzgado con demasiada severidad por puro rechazo a esa figura de proporciones míticas que cualquier detractor de la URSS tenía que adorar.

Después de todo, los libros y la presencia del autor de Archipiélago Gulag contribuyeron a eliminar más matices en la visión occidental del mundo soviético a pie de calle. Justo lo contrario de lo que Fitzpatrick ha intentado hacer con sus libros.