De izquierda a derecha, Tedosio, Trajano, Marco Aurelio y Adriano

De izquierda a derecha, Tedosio, Trajano, Marco Aurelio y Adriano

Historia

Hispania, cuna de los mejores 'princeps' del Imperio romano

El investigador Alberto Monterroso reivindica la importancia de la provincia a través de las biografías de Trajano, Adriano, Marco Aurelio –aunque nacido en Roma, perteneciente a una familia de una pequeña ciudad cerca de Córdoba– y Teodosio.

18 abril, 2022 01:58

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La contradictoria Historia Augusta, una recopilación de biografías imperiales que se elaboró a finales del siglo IV d.C. empleando diversos seudónimos, es la única fuente clásica que sitúa el lugar de nacimiento de Adriano en Roma. El resto de textos antiguos —como los de Apiano, Eutropio o el propio horóscopo del emperador, compilado por Antígono de Nicea— recogen una treintena de evidencias que indican un origen diferente: la ciudad hispana de Itálica, la actual Santiponce, Sevilla; misma patria que la de su padre adoptivo, Trajano, el primer princeps en llegar a la púrpura sin haber nacido en una de las familias itálicas que habían dominado la Urbs hasta entonces.

A pesar de la desigualdad que arroja la balanza de las pruebas, la sentencia de la Historia Augusta ha gozado de mayor aceptación hasta fechas recientes y solo ha sido superada tras intensos debates académicos. La creencia de que Adriano, emperador entre los años 117 y 138, nació en la capital del Imperio romano germinó durante las décadas del Renacimiento y la Ilustración, difundida por autores como Montesquieu o, sobre todo, Edward Gibbon, considerado uno de los padres de la historiografía moderna.

En el mismo año, 1776, en que se publicó el primer volumen de su célebre y revolucionaria obra, Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, el pintor neoclásico Anton Raphael Mengs dibujó una Apoteosis de Trajano en la sala del Palacio Real donde comía y daba audiencia Carlos III, "el Trajano que hoy rige España". Dos décadas más tarde, Mariano Salvador Maella ejecutaría una escena similar, con Adriano como protagonista, en otra de las estancias reformadas del antiguo alcázar.

Busto de Adriano heroizado. Hacia 136.

Busto de Adriano heroizado. Hacia 136. Museo del Prado

No era un fenómeno nuevo la identificación de los monarcas españoles con los césares —representativa es la exclusiva armadura "a la romana" de Felipe II que conserva Patrimonio Nacional en la Real Armería—, pero como apunta el profesor Alberto Monterroso, investigador y divulgador de la Antigüedad que acaba de publicar el ensayo Emperadores de Hispania (La Esfera de los Libros), la inclinación de Gibbon por omitir —se le podría dar también el beneplácito del error— el nacimiento de Adriano en Itálica puede explicarse por el contexto geopolítico en el que escribió su obra.

El historiador, que fue miembro del Parlamento británico y cuyas memorias íntegras acaba de traducir al castellano Cátedra, denominó el siglo II d.C. como "el apogeo del Imperio", una centuria de felicidad para la humanidad —fue además un periodo de estabilidad sucesoria, en el que apenas se registró un débil levantamiento— quebrada con la llegada de Cómodo al poder, el último de la llamada dinastía Antonina. Y la identificación con ese "Siglo de Oro" de la Antigüedad resultaba una jugosa arma propagandística en el ocaso de la Edad Moderna.

"No quería que aquellos excelentes emperadores del pasado romano —descifra Monterroso— dieran brillo a la realeza española de su época, rival de los británicos en la guerra de los Siete Años (1756-1763) y en un momento en que comienza la guerra de Independencia de Estados Unidos, con la intervención de Carlos III y la recuperación de Menorca, en manos inglesas desde el Tratado de Utrecht". Señala, asimismo, otro escenario de roce, este religioso: el catolicismo de la Monarquía Hispánica frente al protestantismo ferviente de Gibbon.

Unión dinástica

Trajano, Adriano, Antonino Pío, Lucio Vero y Marco Aurelio, que aunque nacido en Roma pertenecía a una misma familia procedente de Ucubi, una pequeña ciudad cerca de Córdoba, han sido clasificados como los "emperadores buenos" —síntoma de que antes hubo otros gobernantes malos, los crueles y depravados Calígula y Nerón— o "adoptivos", a pesar de que los vínculos familiares entre ellos son innegables. Otros expertos se decantan por hablar de la dinastía de los Ulpio-Aelios amparándose en la ascendencia compartida.

En cualquier caso, sus gobiernos, a los que hay que sumar el de Teodosio el Grande a finales del siglo IV, natural de Cauca, hoy Coca, al noroeste de Segovia, evidencian la influencia política de Hispania en el seno imperial. Una corriente de magistrados inaugurada por Lucio Cornelio Balbo, aliado y financiador de Julio César en su guerra civil contra Pompeyo, que fue el primer hombre no nacido en Italia en ejercer el cargo de cónsul de Roma. Pero la relación entre provincia y Urbs también sobresalió en términos económicos —desde la Segunda Guerra Púnica la península se reveló en fuente de ricos e imprescindibles recursos— y culturales.

A través de las biografías de Trajano, Adriano, Marco Aurelio y Teodosio, el último princeps en gobernar todo el Imperio unido y quien convirtió el cristianismo en la única religión oficial, Alberto Monterroso construye una narración ligera y directa para reivindicar el legado hispano en la historia de la Antigua Roma.

Emperadores de Hispania
Alberto Monterroso
La Esfera de los Libros, 2022. 490 páginas. 24,90 euros.

El autor defiende que la mejor de todas las dinastías romanas fue precisamente la Antonina. No solo en términos bélicos y de dominio territorial —las campañas de Trajano en Dacia, que vaciaron las arcas imperiales, eliminaron el peligro exterior; la política de Adriano, de mayor contención por el inasumible coste de mantener los nuevos territorios como Armenia, Mesopotamia o Siria, fortaleció la defensa de las fronteras; y el gobierno de Marco Aurelio, apodado "el filósofo", recuperó el carácter militarista y se embarcó en guerras contra los partos y en Germania, resueltas con éxito en cuanto que no pusieron en peligro la estabilidad del Imperio—, también por la nueva forma de hacer política, regida por el estoicismo filosófico que ya había querido implantar Séneca en la generación anterior.

Cuando llegó al poder, Teodosio, que hubo de reinar en un contexto de mayor inestabilidad ante la constante amenaza de los bárbaros, reivindicó su dinastía como heredera y continuadora de la inaugurada por Trajano más de dos siglos antes. Levantó en Constantinopla una gran columna para tallar sus victorias como lo había hecho su predecesor en Roma. Una identificación con la que se trató de disimular una gran antítesis religiosa: aquellas dos grandes figuras fueron los máximos representantes del Imperio romano pagano y del Imperio romano cristiano.