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Beethoven, calabazas y amores inmortales

La historiadora y crítica musical Victora Stapells repasa las mujeres que le inspiraron algunas de sus partituras y desvela la identidad de la ‘amada inmortal’, a la que remitió apasionadas cartas

17 noviembre, 2020 07:32

Pese a que tenía numerosas amigas, alumnas y mecenas, Beethoven no conseguía nunca mantener una relación amorosa duradera. Su amigo Ferdinand Ries escribió: “Beethoven disfrutaba mucho de la compañía de las mujeres, especialmente de las de rostro bello y juvenil (…) si veíamos a una joven hermosa, se giraba, la observaba directamente a través de sus anteojos (…) Se enamoraba a menudo, pero por poco tiempo…”. En su juventud, y antes de marcharse de Bonn, se fijó en Jeanette d’Honrath y Eleonore Breuning. Posteriormente, en torno a 1800, se encaprichó de la joven Giuletta Guicciardi; en su dedicatoria de la sonata Claro de luna recordaba los momentos felices que había pasado con ella, aunque como Daniel Barenboim sugiere, el primer movimiento sea una especie de marcha fúnebre, clara alusión al final de su relación con la bella muchacha.

Una vez establecida su residencia en Viena en 1792, la vida del genio se cruzaba con muchas mujeres bellas y talentosas. Hablaremos de algunas de ellas. Therese Malfatti (1792-1851) era hija de uno de sus médicos. El compositor sintió una atracción especial por su destreza al piano y le envió algunas de sus composiciones para que practicara. Pidió su mano en matrimonio pero fue rechazado. Es preciso añadir que ha existido cierta controversia sobre la dedicatoria de Für Elise en 1810. Pudo transcribirse incorrectamente y que su destinataria podría haber sido, en realidad, Therese; de hecho, durante un tiempo, tuvo en su poder la partitura autografiada.

Anna Marie Erdödy (1778/9-1837) era una condesa húngara y pianista de gran talento que tocaba las obras del compositor. Coincidió con él a partir de 1808 cuando organizaba fiestas con actuaciones del genio. Era “mujer hermosa, menuda, delicada”, pero sufría una enfermedad incurable y “renqueaba con sus pies hinchados de un fortepiano a otro”. Son detalles enunciados por J. R. Reichhardt y recogidos por H. C. Robins Landon en Beethoven, his Life, Work and World. El compositor la llamaba su beichtvater (padre confesor) y en 1819 le envió su felicitación de año nuevo bajo forma de un canon, catalogado como WoO176. A ella, fueron dedicados los dos Tríos para piano, op. 70.

Entre sus objetos personales, se encontró una epístola ardiente de 1812: “haré posible que podamos vivir juntos”

Therese von Brunsvik (1775-1861) y su hermana Josephine, hijas de un conde húngaro, recibieron clases del genio durante unas semanas de 1799 en Viena. En sus memorias recuerda la amistad con la primera, que duró hasta el final de su vida. Nunca se casó y murió a la avanzada edad de 86 años. Puede que junto a su cama hubiera un retrato de Beethoven, que le dedicó su Sonata para piano n. º 24, op. 78. Por su parte, Josephine von Brunsvik (1779-1821) fue descrita por su hermana como una mujer “siempre graciosa y distinguida; (con) un tacto perfecto y un gusto muy refinado”. Esta inspiró hasta tal punto al músico que le llegó a dirigir nada menos que 14 cartas de amor entre 1804 y 1807, llamándola su “única amada”; y compuso para ella la canción An die Hoffnung, op.32 (A la esperanza). Durante el invierno de 1805, escribió: “Mis sentimientos de amor por vos, estimada Josephine, comenzaron a florecer en mi interior y fueron creciendo más y más”. Durante sus dos matrimonios infelices, los momentos de placer para Josephine fueron, seguramente, sus lecciones de piano. A Therese le decepcionó enormemente el rechazo de su hermana al compositor: “El amor materno la llevó a renunciar a su propia felicidad… ¿qué no habría podido hacer ella de este Héroe?”.

No cabe duda del hechizo que Amalie Sebald (1787-1846), cantante berlinesa, ejercía sobre el genio: “Si la luna brilla esta noche tanto como el sol durante el día, veréis al más pequeño de los seres en vuestra casa”. Bettina Brentano (1785-1859), o Elizabeth Arnim, era, por su parte, escritora y amiga de Goethe. Es posible que Beethoven albergara algún sentimiento hacia la joven. “Si Dios me concede unos pocos años más, debo volver a veros, querida Bettina; así me lo dice mi voz interior, que jamás se equivoca. Las mentes también pueden amarse”. Y firmaba: “Vuestro más sincero amigo y hermano sordo, Beethoven”.

Estas mujeres, y otras cuyos nombres no ha revelado la historia, iban y venían en la vida del compositor. Pero hubo una que tuvo en él un impacto mayor que ninguna otra y está rodeada del mayor de los misterios, objeto de ensayos, tesis académicas, conferencias, películas y novelas. A causa de una larga declaración de amor que se encontró entre sus objetos personales a su muerte, las posibles féminas que encendían las emociones de Beethoven han ido variando a cada generación de investigadores. Esta epístola se ha convertido en una de las más famosas de todos los tiempos. En ella no constaba ni la dirección ni el nombre de la destinataria. Titulada para la posteridad como carta “a la amada inmortal”, era un ardiente y efusivo texto escrito a lápiz entre el lunes 6 y el martes 7 de julio. Parece que el año pudo ser 1812 por la marca de agua del papel y las circunstancias personales del compositor.

A finales de junio, el músico se dirigió hacia Teplice para disfrutar de sus termas. La mañana del 6 de julio comenzó a redactar su primera carta: “Mi ángel, mi vida, ¿puede nuestro amor existir si no es con sacrificios, sin desearlo todo? (…) Si pudiéramos estar unidos, sentiríais este dolor tan poco como yo. Quizá nos veamos pronto…”. Aquella tarde continuó: “Haré posible, para vos y para mí, que podamos vivir juntos. ¡Viviremos una vida maravillosa! (…) Sin embargo, por mucho que me améis, yo os amo más aún. (…) Oh, Dios… ¿no es nuestro amor algo auténticamente celestial?”. El 7 de julio por la mañana escribiría su última carta: “Cuando todavía estoy en la cama, mis pensamientos se vuelven hacia vos, mi amada inmortal. Esperando lo que el destino nos depare (…) nunca habrá nadie que posea mi corazón (…) Oh, Dios, ¿por qué debe uno abandonar a quien tanto ama? Mi vida en V[iena] es miserable…”. Beethoven firma sus cartas como “Vuestro, Ludwig” o “L, que os ama”; y en la última añade: “Eternamente vuestro, eternamente mía, eternamente nuestros”.

De la lectura de las cartas se extrae que la anónima mujer debió de encontrarse por las mismas fechas con Beethoven y alojarse cerca de él, pues el compositor hace referencia a su proximidad. ¿Quién era ella? ¿Recibió realmente estas cartas? Si así fuera, ¿sería todavía posible encontrar alguna clave para averiguar su identidad en algún estante o cajón polvoriento? La investigación cuidadosa y las teorías más recientes nos llevan a pensar en alguien que reflejaba la intensidad de una relación entre dos personas apasionadas que sentían una gran incertidumbre por su futuro.

Antonie Brentano (1790-1869) fue una mujer de rasgos bellos y fuerte personalidad. Hija de un diplomático austriaco, coleccionista de arte y secretario de la corte, adoraba a su padre. Sin embargo él la obligó a casarse con un rico mercader de Frankfurt quince años mayor que ella con quien tuvo cuatro hijos. Volvía a Viena a menudo y probablemente, en mayo de 1810, conoció a Beethoven. Meses después escribió: “[Beethoven] camina como un dios entre mortales; su excelsa actitud contrasta con la realidad mundana…”.

Por parte del compositor, la primera versión de su canción An die Geliebte WoO140 se presentó a Antonie –se observa la letra de ella en una esquina de la primera página–, además, era para piano y guitarra, y Antonie era una consumada guitarrista. Fue una de las varias composiciones de aquella época en las que Beethoven, siempre con mensajes de dedicatoria, expresaba su amor: “Dejadme beber de vuestra mejilla la lágrima caída de vuestros plácidos ojos…”. En 1821-1822, pensaba en Antonie Brentano mientras componía sus Sonatas 31 op. 110 y 32 op. 111. Sin embargo, la única dedicatoria completa data de junio de 1823: “Treinta y tres variaciones sobre un Vals [de Diabelli] para pianoforte, respetuosamente dedicadas a Frau Antonie Brentano, y compuestas por Ludwig von Beethoven, op. 120”.

En lo que respecta al verano de 1812, el estudioso Maynard Solomon examinó una serie de documentos de aquella época que incluían listas de pasajeros de diligencias, registros de hoteles y previsiones meteorológicas, tras lo cual defendió que Antonie era la mujer para la que Beethoven había escrito la apasionada carta. Dio a luz a su último hijo ocho meses después de su encuentro con Beethoven en Teplice. El pobre niño nació con severos problemas tanto físicos como mentales e hizo sufrir a su madre a lo largo de su vida hasta su muerte en 1850.

Antonie sublimó el amor que le profesaba en una actitud de devoción y total fidelidad. Encontró consuelo en la iglesia y como filántropa de las artes. Por desgracia, la correspondencia que mantuvo con Ludwig se ha perdido. No obstante, en su diario encontramos una anotación sin fecha: “Existe entre las personas una comunión espiritual y emocional que no es necesario preparar. Se entienden en un instante”.

Pero para Beethoven esta relación fue otra experiencia de amor no correspondido. En 1816 le envió una copia del retrato que le hizo Blasius Höfel, en la que escribió: “Un grabado que representa mi rostro; muchas personas ven en él también el reflejo de mi alma”.

Beethoven concluyó su ciclo de seis canciones An die ferne Geliebte (A la amada lejana) en abril de 1816 con los textos de un joven estudiante de medicina en Viena, Aloïs Isidor Jeitteles. Solomon concluye que Beethoven estaba pensando en Antonie cuando las compuso aunque no pudiera nombrarla expresamente. Aquellos poemas de amor melancólicos e intensamente anhelantes, situados en un entorno rural, habían llegado al alma del compositor para quien sus relaciones con las mujeres fueron fuente de desdicha durante toda su vida.