
Una escena de 'La verbena de la Paloma', dirigida por Nuria Castejón. Foto: Elena del Real
Aquel Madrid chico: reivindicación de la zarzuela
El género merece un reconocimiento profundo, sin prejuicios, y la creación de nuevos títulos en estos tiempos de fervor por el musical anglosajón.
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Al salir de una función de La verbena de la Paloma que dirige Nuria Castejón, sabia artista de estirpe zarzuelera, oí decir a una joven espectadora: "He sentido nostalgia de un mundo que no viví". Se refería, claro, al Madrid escénico del género chico, el de las verbenas y kermeses, bailes y merenderos, mantones floridos y parpusas caladas, habitado por un enjambre de figuras y oficios extintos: manolos y chisperos, cigarreras y modistillas, boticarios y serenos, lavanderas y horteras, pollos pera y sirvientas sisadoras.
Un Madrí o Madriz que colmó el imaginario popular de chotis a la vera del organillo, de bautizos callejeros (vulgo bateo), de broncas entre aguadoras, de mozas de rompe y rasga que alborotaban corralas vecinales. Una urbe chulapa casi ficticia que vuelve cada temporada al Teatro de la Zarzuela: ahora La revoltosa y El bateo, hace poco una Gran Vía defendida por cantantes jóvenes gracias al necesario Proyecto Zarza, y en gira por España La verbena.
El Madrid del chico, con su olor a churros y claveles, su regusto a limonada y aguardiente, su verbo zumbón y su gracejo en vena, forjó su propia leyenda noche tras noche sobre las tablas del Apolo, de la Zarzuela y de tantos otros templos de un género internacional. En su amplio callejero, desde la calle Alcalá hasta Lavapiés, desde Chamberí hasta el Manzanares, se funda esa imprecisa nebulosa identitaria llamada casticismo.
Pero el Madrid fabulado, rompeolas cañí de las Españas, era ya un mito en tiempos de Chueca y Valverde, de Bretón y Giménez, y más tarde de Alonso y Guerrero: el público heterogéneo del llamado teatro por horas imitaba las poses, dejes y modismos de unos personajes que a su vez imitaban al público. Un espejo frente a otro. Las plumas de Arniches, De la Vega, López Silva, Fernández Shaw y demás libretistas son las madrinas de la chulapería, que queda inmortalizada en escenas y partituras nacidas para divertir a la gente que retrata: ese pueblo (también medio real, medio ficticio) que tararea jotas, pasodobles y polcas a la luz de las farolas de gas, y que halla en escena un reflejo lúdico de sus miserias cotidianas.
Esta temporada hemos presenciado la cara oscura de aquel Madrid, salvando la distancia de escasas décadas, en Historia de una escalera de Buero, felizmente recuperada para el Español por otra sabia teatral, Helena Pimenta; allí la feroz lucha por la vida se representa en toda su crudeza y la esperanza brilla tenue en la grisura del barrio pobre.
Aunque la nostalgia siempre es sospechosa, el género chico nos devuelve una parte ya casi perdida de nuestra identidad cultural
A menudo sucede lo contrario en el género chico: su costumbrismo picaresco, hijo del sainete, padre de la revista y, por tanto, de la música ligera española, parece demostrarnos que la vida es una noche de verbena, pero también nos permite vislumbrar las convulsiones políticas ("¡el trueno va a ser mu gordo!"), las tensiones sociales ("pobre chica la que tiene que servir") y las catástrofes pasionales ("¡Julián, que tiés madre!") de un mundo que se moderniza a marchas forzadas: "Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridá".
Y así asistimos a una autobiografía cantable de una ciudad en permanente transformación, del quinqué a la bombilla, del tranvía al bólido, mientras la Gran Vía recién nacida se vuelve emblema del cosmopolitismo incipiente. Pasan gobiernos, monarcas, revueltas, hambres, sequías y aguaceros, y el género chico va tejiendo el mapa de nuestra memoria emocional durante más de un siglo.
Resulta difícil adivinar qué queda de aquel Madrid que tuvo la consistencia de un sueño. Hoy esta pequeña gran urbe se obstina en parecerse a cualquier otra y aspira, como casi todas, a convertirse en un centro comercial pintoresco cuajado de pisos turísticos. Los gatos (madrileños de tercera generación) se han vuelto unicornios. Quedan nombres de calles, placas y estatuas, quedan chulapos matinales en las verbenas de San Isidro y la Paloma, queda ese acento marcado por cierta chulería impostada (véase El madrileño de C. Tangana), queda el refugio lírico de la calle Jovellanos.
Aunque la nostalgia siempre es sospechosa, el género chico nos devuelve una parte ya casi perdida de nuestra identidad cultural (si es que no es un pleonasmo), no solo madrileña, pues no podemos olvidar las zarzuelas regionales y americanas. Una forma de vivir, de relacionarse; una complicidad vecinal. Por eso algunos creemos que el género merece una reivindicación profunda, sin prejuicios, y la creación de nuevos títulos en estos tiempos de fervor por el musical anglosajón. Faltan zarzuelas nuevas para una de las capitales europeas del teatro musical.
Los Madriles siguen mutando mientras pervive esa criatura que se volvió su sombra. Paradojas del arte y la memoria, nostalgia de lo que no vivimos: Mari Pepa, don Hilarión o Menegilda, ya eternos a su manera, son acaso más reales que nosotros. Y al fondo del escenario, entre la gente, bajo los farolillos prendidos, de vuelta de la kermés, canturreando por las callejuelas que rodean la plaza de la Cebada, pasa el recuerdo siempre joven de mi abuela Nina.
Álvaro Tato (Madrid, 1978) es dramaturgo de la compañía Ron Lalá y de Ay Teatro. Autor de Adiós, Apolo, prólogo lírico de La verbena de la Paloma.