Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem en el Cinema Jove de Valencia en 1997. Foto:  IVAC La Filmoteca

Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem en el Cinema Jove de Valencia en 1997. Foto: IVAC La Filmoteca

Cine

Bardem y yo

Luis G. Berlanga homenajea a su amigo Juan Antonio Bardem en El Cultural y recorre el medio siglo de cine que compartió con el autor de 'Muerte de un ciclista'

21 noviembre, 2002 01:00

No recuerdo muy bien cuando me encontré por primera vez con Juan Antonio. Sin duda fue en el antiguo instituto de cine, en el que nos juntamos unos cuantos jóvenes revoltosos que, por una razón o por otra, pensábamos que hacer películas era lo mejor a lo que podíamos dedicarnos. Bardem estudiaba Agrónomos, pero venía de una familia de cómicos y la sangre le tiraba hacia al espectáculo. Yo no sabía si quería ser arquitecto, pintor, o dedicarme a una plácida bohemia, hasta que vi El acorazado Potemkin y decidí que quería ser Eisenstein. Sí recuerdo bien, sin embargo, las primeras bofetadas que nos dimos, que fueron el inicio de eterna y conflictiva amistad. Como haciendo prácticas, él manteniendo que con determinado ritmo, unas nubes algodonosas podían pasar como si fueran un avión, mientras yo mantenía que en todo caso si las nubes fueran planas y aerodinámicas tal vez, acabamos llegando a las manos.

Juan Antonio y yo éramos tan distintos que llegamos a alcanzar una perfecta compenetración creativa, a hostias, por supuesto

Es sólo un ejemplo de las discusiones constantes que teníamos, excitados por la ansiedad por hacer cine. Juan Antonio, siempre más teórico, más entregado a la fuerza del mensaje. Yo, más inclinado por naturaleza a la magia de la barraca de feria. Éramos tan distintos que llegamos a alcanzar una perfecta compenetración creativa, a hostias, por supuesto. Éramos jóvenes y queríamos cambiar la vida con una cámara, desafiando a los sabios profesionales con experiencia de años. Deslumbrados por el neorrealismo, hicimos Esa pareja feliz, donde también nos pegamos mucho, lo suficiente como para ilusionarnos juntos para codirigir Bienvenido Mr. Marshall.

Sobre los problemas que surgieron antes del rodaje de esta película se ha hablado mucho. Juan Antonio tuvo sus problemas, vendió su participación y discutió con los productores. Luego quiso que Muñoz Suay y yo nos solidarizásemos con él, cuando decidimos que había que hacer la película, porque si no la haría otro, se enfadó. Luego, durante muchos años hemos bromeado cómo hubiera sido Bienvenido si nos hubiéramos ido nosotros y la hubiera dirigido él. Algo probablemente distinto, sin saber decir si mejor o peor. Paradójicamente, la película acabó siendo propiedad suya, y por más que yo se la intentara comprar, terminó en manos de Enrique Cerezo, que es mucho más listo que yo para hacer negocios.

De todos modos, más allá de tantos años de cordiales peleas y separaciones, queda sobre todo el cariño profundo que siempre nos hemos mantenido. Una extraña unión eterna que se resume en ese día cuando yo entré en traje de baño en un quiosco a comprar el periódico, y al ver que no llevaba dinero, pregunté si me fiaban. “Cómo no le voy a fiar, señor García-Bardem”, dijo el quiosquero, y allí me di cuenta de que mi vida siempre ha estado ligada a la suya, desde el tiempo de las tres Bes, con Buñuel, que siempre nos parecía un padre muy lejano, o cuando un crítico dijo que éramos las dos palmeras en el desierto del cine español, para quedarnos con el mote de las palmeras.

Sería injusto hablar de nuestras mutuas envidias, sin acabar confesando la íntima admiración que sentíamos el uno por el otro

El día que murió hacía poco que había hablado con él, dándole vueltas a un proyecto para un musical de Mr.Marshall. Lo vi con ilusión dispuesto a seguir rodando. Yo estaba en una conferencia, hablando de que había una palmera que ya no daba frutos, yo, y otra capaz todavía de dar dátiles, que era él. Lamentablemente, ya sólo queda una, llorando al compañero, aunque por fortuna ya no existe el desierto y cada vez florecen más nuevos talentos, mientras las nubes sí pueden convertirse en aviones. Sería injusto hablar de nuestras mutuas envidias, sin acabar confesando la íntima admiración que sentíamos el uno por el otro.

Uno buscando un discurso coherente para ordenar la sociedad y otro como incoherente francotirador apuntando al desorden. Nunca llegué a compartir sus convicciones comunistas que ha mantenido con fidelidad hasta el último suspiro, aunque tantos me consideraran un compañero de viaje y Franco, simplemente, un mal español, pero siempre me hizo gracia su capacidad para tener muy claro cómo se debía repartir la economía al mismo tiempo que su facilidad para dilapidar el capital. Son las contradicciones que siempre nos llevaron a tratar de entender la vida sin entender nada, los que a los dos nos llevó a un destino común, el de volcarnos en el cine, que, al final, será lo único que servirá para que nos recuerden.