Cine

Eugenio Trías disecciona "Ciudadano Kane"

La última palabra

15 noviembre, 2000 01:00

A los sesenta años del estreno de Ciudadano Kane, considerada como la mejor película de todos los tiempos, el filósofo Eugenio Trías analiza el significado que Orson Welles, "el realizador cinematográfico del más hermoso poema en forma de epitafio", otorgó a su obra maestra. La exégesis de Trías, expuesta en forma de conferencia en la Residencia de Estudiantes, habla de la palabra y del sentido lingöístico de los símbolos matriciales.

E n mi principio está mi fin. Y en el principio, en arjé, como sabemos desde El Evangelio de Juan, siempre está el lógos. Pero debe decirse también la frase invertida, y debe afirmarse y aceptarse: en mi fin está mi principio. De manera que ese tiempo de vida que nos ha sido asignado, parece revelar una misteriosa afinidad, y hasta vecindad, entre principio y fin; o entre el más inmemorial pasado y el futuro ulterior, trascendental.

Como si a medida que envejeciéramos nos fuésemos acercando, más y más, al origen. Como si la suerte de revelación, o apocalipsis, que se presiente y anticipa al aproximarnos a la muerte, fuese un billete de vuelta o una rememoración de gran estilo del relato genesíaco. Como si la nueva Jerusalén prometida (un nuevo cielo y una nueva tierra, con su correspondiente templo reconstruido) reinstaurase a gran escala el Palacio del Génesis, con su "jardín de rosas" y sus ríos paradisíacos.

De manera que los tenebrosos ríos que conducen a la laguna Estigia mezclasen sus sabores y sus aromas con corrientes que proceden de aquel Río Alfa de donde surge, rompiendo y estallando las fauces abismales de la tierra, las caudalosas aguas de las corrientes de Paraíso; las que van cercando y contorneando el Gran Palacio del señor de aquel Edén.

Sólo que en la memoria primera esa Mansión, o ese Palacio o Castillo, asume un carácter sencillo, discreto, emocionante en su desnudo minimalismo infantil. No se presenta en la primera memoria, la que pronuncia en imagen y palabra su evocación de lo inmemorial, a modo de Gran Palacio o Gran Castillo. Se muestra en la desnuda sencillez de la casa con que inicia su dibujo todo niño: cuatro paredes que soportan un tejado triangular, inclinado de manera que la nieve coagulada impregne esas tejas deslizantes. Una casita sumida en la agitación de una nevada que la esconde en el polvillo de infinitos copos esparcidos.

Y esa casita se encuentra incardinada en una cápsula, junto con la nieve espolvoreada y el paisaje montañoso que se evoca. Una bola de cristal que al agitarse sume en esparcimiento de nieve la sencilla representación. Una cápsula de cristal en la que la casita se anega en la transparencia de un "huevo órfico" originario: evocación del origen y larvada sugerencia del futuro, como en las bolas de cristal de augures y de adivinos. Una cápsula, un botón, algo encerrado y claustrofóbico como siempre es todo hogar; todo lo matricial. Un capullo quizás. El que guarda encerrada la flor, la rosa y el secreto. El capullo vaginal. Una cápsula encerrada bajo el esférico claustro de su propia transparencia.

Y dentro de ella una casa: la casa en su máxima sencillez; la casa reconducida a su estatuto de fenómeno originario. Y con esa bola de cristal en la que la casa aparece, dándole sentido lingöístico, una misteriosa pronunciación que sella y clausura una vida. Una palabra que hace referencia a la Rosa, a la rosa en su forma encapsulada y embrionaria, capullo de rosa quizá, Rosa que es siempre la Rosa, la principal protagonista del jardín de rosas del Edén, de la rosaleda genesíaca, de la "rosa mística" que es recreada y resucitada en el Paraíso de Dante. Y que evoca, desde luego, la matriz, o la primera herida vaginal de donde surgió una vida a la existencia.

Encerrada en la bola de cristal, cual jeroglífico del futuro, está allí la casita infantil; y la ladera por la cual se desliza el niño en su trineo, en posición viril respecto a la falda montañosa.Todavía vive convaleciente de ese paso primero hacia la inteligencia y la palabra que establece ya la primigenia expulsión del paraíso, o de lo físico. Una expulsión que se inicia con la pronunciación de la primera palabra. Quizá aquella misma que es evocada en la palabra postrera.

Esa bola de adivinación y de pronóstico augural parece albergar, por tanto, en su encierro transparente, todo el misterio celosamente guardado que se descubre al fin en la última palabra. Justo en el tránsito limítrofe entre el mundo vivido y el arcano. Pero al pronunciarse la palabra se desliza, con su sentido al fin esculpido y definido para siempre, también su único referente: la bola de cristal que la mano ya no puede apresar y sustentar. Se pronuncia la palabra y se desprende la bola de la mano que la apretaba. Rueda, pues, la bola de la mano al suelo; y con ella estalla el globo terráqueo.

Cae la bola de cristal, se desparraman todos los fragmentos de la casita nevada, del paisaje montañoso; se pierden por el suelo los copos de nieve. Revienta la bola de cristal y su mágico contenido justo al adquirir toda su enigmática y jeroglífica significación en el nombre que se enuncia. Que unos labios moribundos pronuncian. El objeto nombrado y evocado por esos labios que desfallecen, el trineo de la infancia, será al final de la representación, en un extraordinario regalo únicamente ofrecido al espectador, pasto del incendio; un incendio en el cual, en la chimenea de los desperdicios, serán arrojados los enseres que parecen sin valor: el propio trineo y demás reliquias de la vida de un Gran Magnate reducido a cenizas.

Justo en ese instante se están enrollando todos los decorados de la gran representación concluida. Comoedia finita est; y en consecuencia, se empaquetan y evalúan las propiedades, se comienza la gran liquidación y la contabilidad de las existencias y haberes. Como cuando en un teatro se enrollan paisajes, pérgolas y escenarios. O como cuando, una vez acabado el puzzle gigantesco, se procede a guardar las piezas en una caja (y aún subsisten aquí y allá, mal encajados, fragmentos de la mansión, o del cielo azul, o del estanque dorado, o del prado verde que se despliega en una esquina).

Sólo, pues, puede darse testimonio de una palabra final: palabra de estribo o de confín. Finis térrae del lenguaje y del sentido. Sólo, pues, puede afirmarse que esa palabra se hace una con la bola de cristal y con la representación que encierra, con la casita infantil, con la nieve y la falda de la montaña, con el trineo que da nombre a la palabra, ese trineo que arde al concluir la representación (y eso sólo el espectador lo sabe).
Arde en llamas ahogado en el mismo humo sacrificial en que va incendiándose la última palabra que se pronuncia, la rosa y su cápsula matricial, la rosa y su capullo vaginal; la rosa que quizás, de repente, en pleno incendio final, parece reencarnar ese "espectro de la rosa" en las palabras que estallan y refulgen (entre fuegos) al final de la representación, a modo de testimonio ulterior de lo narrado y reconstruido.

Esa palabra significa mucho. Es importantísima (y siento disentir en este punto de Jorge Luis Borges). No es un MacGuffin al estilo hitchkoquiano. No es un mero (y estúpido) pretexto. Esa palabra significa nada más y nada menos que esto: el ser la última palabra, evocación escueta y económica, aunque recreada, variada, de una palabra de origen. ¡Y qué distinta es una frase, musical o poética, cuando se pronuncia al principio o al final, en el prologo o en el epílogo, tal como recuerda Thomas Mann en el Doctor Fausto! Esa última palabra no significa mas que eso: ser palabra póstuma, postrera; pero que es, en este insigne relato, en este verdadero poema, evocación (rescatada del pozo de la memoria) de una palabra genesíaca.

No es ésta la única estrategia posible de la ficción en relación a la última palabra; caben estrategias distintas de la que se muestra en este gran relato cinematográfico. Un paso adelante, o hacia atrás, un sesgo hacía otra dirección, y la palabra se pronuncia de otro modo. O enuncia la tiniebla y el horror. O pronuncia lo siniestro. O anega en sombras el refulgente esplendor de la rosa florecida.

Qué cerca están la luz y las tinieblas! ¡Qué próximos se hallan el corazón de la luz, the hard of light (al que alude Eliot en Tierra baldía y en Burnt Northon) y el corazón de la tiniebla, the hard of darkness, que da título al impresionante relato de Conrad! Un relato que gravita, todo él, también en torno a la "última palabra". Y sobre todo en relación al remordimiento del narrador, Marlowe, que, en presencia de la novia del inquietante y genial Kurtz, le miente al confesarle que fue su nombre, el de la prometida de Kurtz, el último vocablo que pronunció. Pero no había sucedido así. Kurtz, en plena agonía, solo supo decir: "¡Horror! ¡Horror!". Dijo eso y murió. No pudo traspasar la lucha final y terrible, la agonía, hasta arribar a una paz impregnada de melancolía infinita. Sólo dio nombre y descripción a lo que había ido construyendo y edificando: un verdadero emporio, o Eldorado, en el corazón mismo de la tiniebla salvaje.

Es interesante comprobar la huella que deja el Génesis bíblico, mediado por el gran poema de Milton, Paradise Lost, en toda la literatura inglesa. En particular, con el instante traumático de la expulsión del jardín, cuando la verja del Edén se cierra de un portazo y un ángel monta guardia con el fin de impedir cualquier penetración en el terreno vedado. Se alzan, pues, los carteles que dicen "Prohibido el paso", "No trespassing". Queda acotado el recinto impenetrable que quedará fijado en la memoria para siempre como huella de la sublime felicidad que se perdió.

La verja se entreabre en ciertas epifanías de la memoria. Resuenan, de pronto, pisadas "por el pasillo que nunca recorrimos", "hacia la puerta del Jardín de rosas". Nunca recorrimos esos pasos perdidos evocados por Eliot en Burnt Northon. El pasado inmemorial, paradisíaco, se halla quizás situado en Etiopía. Del interior de ese país africano brota el manantial del que emana el río que circunda y baña el Paraíso. De él procede la vida y la palabra. Tiene por nombre propio la primera letra del alfabeto, Aleph, Alfa. Coleridge, en su poema Kubla Khan, le llama río Alfa.

El río surge, en el poema de Coleridge, de las laderas del monte paradisíaco Abora, según anotaciones de Milton en su Paradise lost. De ese monte procede una muchacha que canta mientras tañe un instrumento, un salterio, un dulcémele, y cuya canción quiere el poeta reconstruir. Sabe que si lograse recrear ese poema sería capaz de edificar de nuevo el Palacio de Kubla Khan, verdadero vástago del Palacio del Señor del Edén. Kubla Khan construyó Xanadú como recuerdo del palacio del paraíso. Cumplía así el karma de su raza nómada y de sus ancestros conquistadores: herencia renovada de los terribles y grandiosos guerreros tribales nómadas que asolaban y devastaban todo lo que se cruzaba en su vertiginoso y frenético cabalgar sobre estepas, llanuras y valles.

Caían como rayos atronadores sobre los asentamientos urbanos; destrozaban poblaciones, rodaban las cabezas en las principales ciudades del joven imperio otomano. Llenaban la faz de la tierra de muerte y abominación. Y ese azote asesino y cruel se compensaba en la voluntad de construcción del paraíso soñado, verdadera ciudad apocalíptica, Samarcanda quizás, la mítica y legendaria ciudad de ensueño del tétrico señor de la muerte.
Tamerlán, Timur Khan, llamado "el Cojo", azote de los pueblos islámicos y de las tierras de la estepa, es calificado por los historiadores de forma unánime como un "loco sanguinario". únicamente compensó su rapiña con la edificación, a través del botín ganado, de la ciudad de ensueño: Samarcanda.

En versión más pacífica y humanizada surge la gran dinastía de los reyes mogoles de la India del renacimiento, desde Babar a Auranzeb. Y como penúltimo de este glorioso linaje de príncipes ilustrados, el emperador romántico por excelencia, Sha Jahan, esposo enamoradísimo de la "Elegida del palacio", su bella esposa prematuramente muerta. En memoria suya construye el más hermoso tálamo mortuorio; la más hermosa Obra de Amor de la historia arquitectónica: el Taj Mahal. Es necesario haberse acercado a Agra y visitarlo para certificar el buen juicio de unánimes veredictos que lo consideran la "primera maravilla" del mundo.

Aquí me toca hablar de "primeras maravillas" que suscitan extrañas unanimidades. Maravilla arquitectónica. Maravilla cinematográfica. Ambas son obras de amor. De un amor creador, poético, productivo. Un amor que es eros, pasión y poiésis. Pero que sobre todo es Charis, Charitas. Y la gracia que el amor desprende, sobre todo en las obras de arte, siempre es trifásica, o trifacial. Tres muchachas entrelazadas en la misma danza amistosa y amorosa: la Gracia que da, la Gracia que recibe y la Gracia que devuelve. Gracia en el dar, gracia en el recibir, gracia en el devolver.

El gran artista, arquitecto creador de un Mausoleo, o realizador cinematográfico del más hermoso poema en forma de epitafio, cubre con creces toda la complejidad del amor. Pero lo que el realizador de cine reconstruye es, justamente, un doble transferencial enajenado y exorcizado, próximo al alma del artista cinematográfico, algo así como su doble siniestro.

En el personaje reconstruido parece quebrantarse esa esencia del amor y la amistad por el lado de la tercera Gracia, la que inspira la devolución necesaria, la que cumple la reciprocidad sin la cual ni el amor ni la amistad son posibles. Pero Charles Foster Kane no logra culminar la esencia de la Gracia; fracasa en la devolución. En lugar de acoger la demanda ajena y satisfacerla en la devolución, fuerza la voluntad del otro y trata de adaptar el deseo de éste a su designio y voluntad, en verdadera emulación de la fábula de Pigmalión y Galatea.

La desmesura del don, el carácter hiperbólico del regalo, un verdadero Emporio de arquitecturas y tesoros, parece la exagerada compensación de la debilidad misma de un Amor que no sabe devolver en reciprocidad a la demanda y al deseo que procede del ser querido, sea éste amigo o amante.

Y la comprobación de esa debilidad terrible provoca en él una orgía destructora en la que ruedan todos los enseres de la esposa, todas sus pertenencias, en metonimia de miles y miles de cabezas sajadas y vaciadas. Y en medio de esa matanza pronuncia la palabra final, o la anticipa de pronto: Rosebud.

La referencia a Kubla Kahn de Coleridge, y a su castillo "Xanadú" (el que da nombre al castillo de Charles Foster Kane) se efectúa al comienzo de ésta, en la sección últimas Noticias (News in the march). Es sabido que Welles quiso que su primera película fuese la adaptación de El corazón de la tiniebla de Conrad; de ese proyecto fracasado nació Citizen Kane. De ahí la referencia amplia a la obra de Joseph Conrad.