Qué raro es todo! por Álvaro Guibert

Turandot en el Ártico

14 diciembre, 2018 09:07

[caption id="attachment_1070" width="560"] Una imagen del montaje de Turandot en el Teatro Real. Foto: Javier del Real[/caption]

¿Cómo serían sus nuevas óperas si Puccini hubiera vivido quince o veinte años más? Es una pregunta tonta, pero me la hago porque no puedo evitar fantasear con un Puccini de mirada madura y moderna, enfriada por el siglo, libre de la servidumbre de un realismo emocionante, pero limitador. Turandot, su última ópera, la que no pudo terminar, se sitúa fuera de su camino habitual, pero no sabemos —ni sabremos— si se trató de un cambio de rumbo o de un desvío momentáneo.

Durante todo el segundo acto y buena parte de los otros dos los protagonistas, más que cantar, pregonan. Se acuerda uno al oírlos de la impostación tradicional del pregonero de pueblo, "¡de orden del señor alcalde, se hace saber...!" y de esa mezcla de pregonero y niño de San Ildefonso que es el personaje fallesco de Trujamán. Igual que al Falla de El retablo de Maese Pedro, al Puccini de Turandot le van bien los personajes marioneta, capaces únicamente de movimientos mecánicos, tasados y codificados... que es precisamente lo que impone Bob Wilson en la producción que ha estrenado estos días el Teatro Real. Lo hace, en realidad, en casi todas sus puestas en escena, pero los movimientos antinaturales de los personajes se reciben esta vez con sorprendente naturalidad, porque sitúan a Turandot en el universo cortante y esquemático que le corresponde: el de los cuentos infantiles, capaces de alternar como si tal cosa la línea clara con la imaginería simbolista. Se acepta también como apropiada aquí, por igual motivo, la ausencia radical de interacciones: en las tres horas de espectáculo no se produce sobre el escenario ni un solo cruce de miradas. Todos, incluido el coro, miran siempre al frente, al infinito.

La justificación de esta puesta en escena distanciada la aporta, como debe ser, la música. Este Puccini, a diferencia de todos los anteriores, hechos de frases redondeadas, suena esquemático y cuadrado. Curvas fuera, vengan aristas. El famoso Nesum Dorma y las arias de Liu son tres excepciones líricas, islas cálidas y acogedoras que flotan en un ártico general, congelado por los agudos fríos y autoritarios que tenor y soprano lanzan violentamente una y otra vez. Me parece que en este recitado rígido radica la expresividad punzante y moderna de esta ópera maravillosa. Las voces de Irene Theorin y Gregory Kunde aportan esa sonoridad brutal, sin matices, que rechazaríamos en cualquier otro Puccini, pero retrata aquí certeramente a Turandot, la princesa asesina, y a Calaf, el héroe de valentía ilimitada. Yolanda Auyanet, la enmoradísima Liu, nos saca de vez en cuando, como es su obligación, de la parte seca del cuento. La orquesta y el coro se asoman también a la orilla cálida de Turandot dirigidos por un Nicola Luisotti que impresiona por su dominio y sensibilidad. Y, por encima de todo, la luz. A Bob Wilson le basta la luz para contar cualquier historia. ¡Qué cosa tan maravillosa es el teatro!

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