Gene Hackman en 'La noche se mueve'.

Gene Hackman en 'La noche se mueve'.

Entreclásicos

Gene Hackman en 'La noche se mueve': la grandeza de los perdedores

El mejor homenaje que podemos hacer al actor es pensar en su forma de pasar por la pantalla y no en su manera de despedirse de la vida.

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Si la muerte significa fin, extinción, olvido, pérdida, podemos afirmar que Gene Hackman se ha librado de ese destino. El actor ha fallecido en misteriosas circunstancias a los noventa y cinco años en compañía de su esposa y uno de sus perros en su casa de Santa Fe, Nuevo México, pero no ha caído ni caerá en el olvido. De hecho, sigue muy vivo, como demuestran los incontables artículos que se han publicado a raíz de su fallecimiento.

Es evidente que ha dejado un huella profunda en la memoria de miles de espectadores y, aunque se retiró en 2004, sus interpretaciones siguen conmoviendo a los que continúan frecuentado su filmografía. Gene Hackman empezó su carrera tardíamente. No apareció en las pantallas hasta los treinta años, pero enseguida demostró que podía encarnar indistintamente a villanos, héroes y hombres corrientes, escarneciendo el escepticismo de los que habían dudado de su talento. 

Hackman poseía un estilo inconfundible: natural, sobrio, sencillo. Siempre convincente y creíble, podía expresar mucho con un pequeño gesto. Solo necesitaba prolongar un silencio o mirar por una ventana para transmitir un vasta constelación de emociones. Nunca sobreactuaba, pero tampoco era inexpresivo.

Sin la necesidad de recurrir a la afectación o la hipérbole, transitaba con asombrosa facilidad de la contención al dramatismo más intenso, como se puso de manifiesto cuando al inicio de su trayectoria interpretó a Buck Barrow, el hermano de Clyde Barrow en Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967). Escenificó la agonía de Buck de una forma tan sincera y sobrecogedora que la Academia le premió con un Oscar al mejor actor de reparto. 

En los últimos días se han destacado sus grandes interpretaciones. Se ha celebrado su Jimmy "Popeye" Doyle en French Connection (William Friedkin, 1971), un policía duro y violento que no se molesta en ocultar sus prejuicios racistas, y su Little Bill en Sin perdón (Clint Eastwood, 1992), un sheriff cínico y brutal que sueña con su jubilación mientras construye una casa de madera sin un ángulo recto.

Gene Hackman en 'The French Connection'.

Gene Hackman en 'The French Connection'.

Gene Hackman ganó dos Oscar gracias a esos dos personajes tan alejados de su forma de ser, pues su niñez y adolescencia en Danville, Illinois, un pueblo impregnado de racismo e intolerancia, le hicieron aborrecer cualquier forma de discriminación o abuso. Se ha elogiado su excepcional trabajo en La conversación (Francis Ford Coppola, 1974), donde se pone en la piel de Harry Caul, un detective solitario e introvertido que combate su insatisfacción mediante solos de saxofón.

Caul descubre que la ilusoria privacidad de las grandes ciudades solo es una ficción. Las nuevas tecnologías violan impunemente la intimidad de las vidas ajenas. La aglomeración de seres humanos no es un garantía de independencia, sino de vulnerabilidad. Las gigantescas urbes son telarañas que aíslan a sus habitantes. No los protegen de la intromisión del poder político y económico. En realidad, funcionan como colmenas sometidas a una vigilancia implacable. 

French Connection, Sin perdón y La conversación son grandes obras que merecen ser evocadas, pero me produce perplejidad que nadie haya escrito sobre la interpretación de Hackman en La noche se mueve(Arthur Penn, 1975), un filme de apariencia policíaca, pero con un trasfondo existencialista. La fuerza de la película no se halla en su capacidad de suscitar suspense, sino en su retrato del desencanto de una generación que ya no espera casi nada de la vida.  Harry Moseby, el investigador privado al que da vida Hackman, se parece en algunos aspectos a Harry Caul.

Es un hombre honesto en un mundo contaminado por la mentira y la corrupción. Sabe que el sueño de Camelot, la tímida utopía asociada a la presidencia de J. F. Kennedy, ya solo es el triste recuerdo de un cambio frustrado por la historia. Casado y con cuarenta años, su mujer trabaja en una galería de arte y lo engaña con un hombre más refinado. Antiguo jugador de fútbol americano, Moseby no soporta el cine de Éric Rohmer, que le parece tan aburrido como contemplar el crecimiento de una planta.

Eso no significa que sea un espíritu vulgar. De hecho, es inteligente, intuitivo y capta de inmediato lo que hay en el interior de los demás. No ignora que se ocupa de asuntos de escaso calado -pequeñas estafas, infidelidades, divorcios-, pero intenta ser escrupuloso y no se deja manipular. Desengañado y escéptico, logra mantenerse a flote, explotando la ironía y la flema. 

Una jovencísima Melanie Griffith en el papel de Delly, una trágica lolita de breve existencia, se esfuerza en seducirlo, pero Moseby responde con indiferencia a sus insinuaciones. Eso sí, cuando ella se derrumba tras descubrir un cadáver en el fondo del mar, intenta calmarla con un mezcla de humor y paternalismo: “Sé que a tu edad parece que nada tiene sentido, pero te aseguro que a los cuarenta todo sigue resultando igual de absurdo”. La joven se ríe, agradecida, pues no le han hablado como a una niña, improvisando consuelos inverosímiles. 

Moseby ama el ajedrez. No es posible interiorizar que el mundo es absurdo sin buscar algo de lógica. Solo la razón puede aplacar la angustia que se experimenta al sentir que eres una marioneta en manos del azar. En un universo donde nada dura demasiado y la injusticia muchas veces es la última palabra, no hay grandes diferencias entre ganar o perder una partida.

Cuando su mujer lo descubre en la buhardilla viendo en la televisión un partido de fútbol americano, le pregunta quién va ganando y Moseby responde: “Ninguno gana, pero unos pierden más que otros”. La victoria solo es una ilusión. Todas las vidas desembocan en la derrota. El ser humano cree que es el centro del universo, pero lo cierto es que solo es una mota insignificante en un vastedad fría y sin propósito. Saberlo puede producir amargura, pero hay una forma de disolver esa sensación: admitir que lo esencial no es ganar, sino jugar. 

Abandonar nunca es una opción razonable. Moseby podría haberse quedado satisfecho cuando cumple lo acordado con su cliente, Arlene Iverson (Janet Ward), una vieja actriz rica, alcohólica y promiscua: encontrar a Delly, su hija de dieciséis años, que ha desaparecido y que probablemente está viviendo una aventura turbia con algún desaprensivo. Moseby la localiza y descubre que su madre no se equivocaba con sus especulaciones.

La adolescente se ha convertido en la amante de su padrastro. Después de obligarla a volver con su Arlene, Moseby barrunta que algo no encaja y sigue investigando por su cuenta hasta descubrir una compleja trama de tráfico ilegal de obras de arte precolombino. Nadie le ha pedido que llegue tan lejos. Nadie le recompensará por su trabajo. Pese a todo, tira de todos los hilos y su tenacidad le cuesta ser herido de bala en alta mar. Tiroteado desde una avioneta, consigue accionar la palanca de mando del pequeño yate en el que encuentra y la embarcación comienza a describir círculos.

Está solo y es poco probable que alguien acuda a rescatarlo antes de que se desangre. No alberga esperanzas, pero se resiste a morir sin hacer algo. Quiere dejar claro que no es un pelele sacudido por la adversidad. El ser humano solo puede hacer pequeños gestos, pero ahí reside su dignidad. Ha descubierto la verdad y, para él, eso es suficiente, aunque el precio sea perder su propia vida.

La noche se mueve es un magnífico ejemplo del arte interpretativo de Gene Hackman, que no necesita gesticular ni hacer malabarismos con su voz. Su actuación fluye con una pasmosa naturalidad. Su magnetismo no surge de su inexistente atractivo físico, sino de su consistencia como actor. Es el rasgo de los grandes mitos de Hollywood, que se funden con sus personajes hasta borrar completamente su propio yo.

Hackman pertenece a la estirpe de Lee Marvin, Robert Mitchum y Michael Caine. Duros, valientes, a veces ambiguos y a menudo grandes perdedores. Harry Moseby parece un perdedor. Sin embargo, no es una víctima. En realidad, ha elegido fracasar, como el Zavalita de Conversación en la Catedral, la novela de Mario Vargas Llosa, pues piensa que el fracaso es la opción más ética en una sociedad profundamente corrompida.

Moseby no disfruta con su derrota. Su única meta es apartarse del obsceno éxito de los amos del mundo. Solo un gran actor como Gene Hackman podía encarnar esa paradoja. Su extraña muerte en su casa de Santa Fe no añade nada a ese legado. Quizás el mejor homenaje que podemos hacerle es pensar en su forma de pasar por la pantalla y no en su manera de despedirse de la vida.