Entreclásicos por Rafael Narbona

Rainer Maria Rilke: plegarias en la noche más oscura

30 octubre, 2018 09:45

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Rainer Maria Rilke[/caption]

Un libro de horas es un manuscrito ilustrado que asocia textos o plegarias a las horas litúrgicas. San Benito, patrón de Europa y patriarca del monacato occidental, preservó el legado de la civilización griega y latina fundando monasterios sometidos a una regla que cumplía estrictamente el precepto bíblico de alabar a Dios siete veces al día: “Te alabaré siete veces al día / porque tus ordenanzas son justas. / Los que aman tus enseñanzas tienen mucha paz / y no tropiezan. / Anhelo que me rescates Señor, / por eso he obedecido tus mandatos”, Salmos 119: 164-166. Toda la obra de Rilke es una oración, una alabanza –y también un gemido. Sus poemas componen un vasto libro de horas que sirve de guía espiritual y existencial. La oración no puede explicarse como una obligación o un rito, pues obedece a motivaciones más profundas que el hábito o la imposición. La oración nace del propósito de comunicarse con una realidad trascendente. Es una súplica y un acto de fe, pero también un grito silencioso, que expresa el deseo de conocer la verdad y disfrutar de la plenitud del ser. El libro de horas, compuesto entre 1899 y 1904, se tituló inicialmente Oraciones y reflejaba la tensión mística de una conciencia que se había topado con el misterio al intentar conocerse a sí misma, comprendiendo que el verdadero saber no es fruto de la razón, sino de una revelación. Rilke no se refiere a la revelación cristiana, ni a ninguna otra religión con un dogma más o menos definido, sino al don de la vida, que apenas puede explicarse con palabras y que se deja entrever en la penumbra de una catedral, el vacío de una estepa o el milagro de dos cuerpos que se funden para convertirse en una sola carne.

Rilke describe su conciencia poética como una sucesión de “ondas crecientes” que giran alrededor de Dios, “la torre antiquísima”. No se considera un ser clarividente, sino una cuerda más de una humanidad que lleva “milenios girando”. Ser hombre no debería significar vivir apartado de las cosas, pero lo cierto es que la razón –especialmente desde el cogito cartesiano– nos separa de la naturaleza. Sin embargo, el sentimiento –o, más exactamente, la vivencia– nos mantiene arraigados al mundo, mostrando que somos parte de una totalidad viva. “Aún no sé si soy halcón o vendaval / o un grandioso canto”, escribe el autor de la Elegías de Duino (1923), evocando la unidad profunda del ser, donde la existencia siempre implica una relación con lo distinto. Rilke se distancia de Nietzsche, que arroja al hombre a la soledad más áspera cuando lo define como una voluntad de poder escindida de lo divino. El delirio del superhombre transforma el universo en algo extraño y lejano. Es el apogeo de un antropocentrismo, sin rastro de compasión hacia lo otro, que sólo se percibe como resistencia. El superhombre repudia la comunión o armonía con la naturaleza –sólo le interesa dominarla– y niega cualquier forma de trascendencia. Rilke no incurre en ese ejercicio de egotismo. Cree que hay algo sagrado en lo más profundo, un claro donde el misterio se hace presencia y nos interpela. Paradójicamente, ese claro aparece en “las horas oscuras”, en el recogimiento y el silencio, cuando la conciencia se enfrenta a sí misma, abre los ojos del alma y tantea los límites de lo real. Al principio, “esa mirada es sombra”, como señala María Zambrano en El hombre y lo divino (1955). Pero esa sombra es iluminadora, inspiradora, profética. Rilke sabe que la hora más oscura precede a la claridad más perfecta. Dios, al que –como apunta la teología negativa– sólo podemos conocer mediante metáforas, analogías y negaciones, es una irradiación de vida que abre las esclusas del tiempo, salvando a todo lo que existe de la podredumbre y el olvido. La pregunta por lo divino siempre es una pregunta por el destino del hombre. Rilke halla la respuesta en esas horas sombrías que “ahondan” el saber, revelando el verdadero alcance de la vida: “Gracias a ellas sé que tengo espacio / para vivir otra ancha vida intemporal”. En una de sus cartas, el poeta señala el camino para acercarse a la verdad: “hundir a Dios en la vida y hacer que la vida florezca elevándose hacia Dios”.

Rilke llama indistintamente a Dios “roca”, “piedra viva”, “fuente”, “luz”, “huerto”, “Padre Eterno”, apropiándose de términos que aparecen en la Biblia, pero sin desdeñar las enseñanzas del Corán y la Gnosis, que exploran el lado umbrío de los poderes sobrenaturales, donde habitan demonios y ángeles caídos. Muchas veces se refiere a Dios como una “Madre cósmica”. Rilke dedicó varios poemas a la Virgen. En su visita a Toledo, descubrió La Asunción pintada por el Greco para decorar el retablo de la capilla de doña Isabel de Oballe en la iglesia de San Vicente Mártir. El cuadro le produjo una fuerte impresión, con sus ángeles espigados y ondulantes como llamas o pájaros que vuelan hacia el sol, y su Virgen arrobada, con la mano izquierda –esbelta como una garza– sobre un cuello alto y delgado, casi desmayado. Es una de las últimas creaciones del Greco, que finalizó la obra un año antes de morir en 1613. Rilke compuso el poema en Ronda y lo tituló 'La Asunción de María': “así estás tú ascendiendo, enteramente sola / delante de nosotros. Y como en una aguja / quiere enhebrarse en ti mi larga mirada / antes de que huyas de este mundo visible, / y la arrastres así, aunque quede muy blanca, / a través del azul auténtico del cielo”. Mauricio Wiesenthal, autor de la heterodoxa y clarificadora biografía Rainer Maria Rilke (El vidente y lo oculto), sostiene que “la Virgen María es la imagen más importante de la cultura europea”. María no es una versión más de la diosa madre, presente en otras religiones, sino la “corredentora” del género humano, como apunta perspicazmente Karl Rahner en María, madre del Señor. Encarna “una humanidad absoluta y radicalmente redimida”, y asume el dolor de salvar a los hombres, perdiendo a su Hijo. “Bienaventurada” y “medianera de todas las gracias”,  sus lágrimas en el Gólgota constituyen la expresión más perfecta de amor al prójimo. Es una pieza clave en la historia de salvación del hombre; en verdad nuestra madre, pues nos conduce hasta el umbral de una nueva vida. Su asunción –subraya Rahner– nos dice que “la pobre carne odiada por unos y adorada por otros, ya ha sido hecha digna de estar enteramente junto a Dios y por tanto de ser salvada y reafirmada para siempre”. Rilke no puede ocultar la honda melancolía que le produce la Asunción de María, símbolo de esperanza y pórtico de la resurrección: “Aquí permanecemos, donde tú te marchaste. / Cada lugar de abajo quiere ser consolado. / Tiéndenos tu gracia, fortalécenos como con vino. / Pues no se puede hablar aquí de comprender” (traducción de Antonio Pau).

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En 'Oraciones de las muchachas a María', Rilke habla de la “ternura desconcertante” de la Virgen. Sabe que habla de algo tan misterioso como “una rosa perfecta”, a la que sólo cabe aproximarse con la palabra poética, nunca con conceptos. Novalis afirmó que “todo lo visible descansa sobre un fondo invisible”, una idea que refleja fielmente la perspectiva de Rilke. La oscuridad brilla como una llama, pero sólo unos pocos aprecian su resplandor. La oscuridad es esa “Gran Unidad” que soporta la totalidad, “una gran fuerza” que respira cerca de nosotros y que sólo la palabra poética alcanza a vislumbrar. “Creo en las noches”, escribe Rilke, con el fervor de un místico. “Creo en lo que aún no se ha dicho”. Lejos del “temor y temblor” de Kierkegaard, se dirige a Dios con alegría y humildad: “así te aman los niños”. No piensa ocultar su dicha, ni su fe: “Voy a confesarte y proclamarte / como nadie antes. […] Déjame que sea arrogante en la oración”. Dios crea al hombre y el hombre le ofrece su alma a Dios, como si se tratara de un peregrino en busca de una posada, pero no hay una construcción capaz de albergar a ese huésped. Sólo el poeta puede soñar con colocar la última piedra de una catedral infinita, pero tal vez no lo consiga jamás. Quizás lo único que puede hacer el hombre es anonadarse ante Dios: “Eres tan grande que yo ya no soy / en cuanto me pongo junto a ti. / Tan oscuro que mi débil claridad / a tu vera carece de sentido”. Rilke comparece ante Dios como “un ángel raro, pálido y aún no redimido, que te presenta sus alas”. Un ángel que se angustia pensando en el futuro: “¿Qué será de ti, Dios, cuando yo muera?/ […] ¿Qué harás, Dios? Temo por ti”. Rilke no ignora que sus palabras rozan lo sacrílego: “Si esto es desmesurado, Dios, perdóname”.

Rilke no advierte nada liberador en el anuncio de que “Dios ha muerto”. Sin lo sagrado, el hombre se queda a la intemperie, rebajado a la insignificancia. Es como una palabra que no encuentra resonancia y se extingue poco a poco. Algunos físicos sostienen que “el ser humano sólo es polución” en un universo de geometría plana cuya energía total es exactamente cero. La energía gravitatoria negativa anula la energía positiva de la materia. Sin entrar a valorar esta teoría, pues carezco de los conocimientos necesarios, no está de más recordar la reflexión de Xavier Zubiri, filósofo, teólogo y discípulo de Louis de Broglie, galardonado con el Premio Nobel de Física de 1929 por el descubrimiento de la naturaleza ondulatoria del electrón. En Naturaleza, Historia, Dios (1944), Zubiri escribe: “La física moderna es todo, menos la invención de un nuevo método particular; es la ascensión del carácter ontológico y constituyente que la matemática ha adquirido como interpretación de la realidad”. Desde Galileo, la física ha reducido la realidad a un conjunto de leyes matemáticas, prescindiendo de aquellos aspectos del ser que no pueden ser cuantificados, medidos. Todo lo que no puede ser expresado con una función matemática carece de realidad. “La matemática y la materia se han fundido en un mundo, pero el hombre queda fuera de él”. Todo se reduce al cálculo de lo probable a partir de mediciones observables. No hay un lugar para las preguntas fundamentales, que sirvieron de punto de partida a la filosofía, cuando ésta era indiscernible de la ciencia y no se planteaba únicamente formular probabilidades, sino comprender el sentido último de la realidad. De forma intuitiva, Rilke formula la misma objeción en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge (1910): “¿Es posible que, a pesar de las invenciones y progresos, a pesar de la cultura, la religión y la universal experiencia, nos hayamos quedado en la superficie de la vida?” (traducción de Gabriel Ferrater).

El culto al progreso científico y tecnológico no cesa de empujar a la filosofía, la religión y el arte a una posición marginal, pero su visión de la realidad no puede ser más desalentadora. El universo avanza hacia la muerte térmica, hacia el cero absoluto. No hay nada más. Hans-Georg Gadamer, el gran renovador de la hermenéutica, se interroga sobre el porvenir de nuestra civilización y, en particular, del hombre, cuya singularidad consiste en “estar despierto” y preguntar: “Vivimos en la época de la ciencia. Con ello parece que ha llegado el fin de la metafísica. ¿También el fin de la religión? ¿También el fin del arte? Mientras sigamos preguntando así, mientras sigamos preguntando sin más, todo queda abierto. Incluso la posibilidad de la metafísica” (“Fenomenología, hermenéutica, metafísica”, 1983). Rilke no buscó la verdad en la ciencia, sino en el arte y la religión, intuyendo que las causas primeras y últimas sólo pueden atisbarse mediante vivencias estéticas y espirituales. Su visita a Toledo representó una conmoción. Sus ojos –ojos de poeta– apreciaron en la ciudad “la tensión, el poder y el terror de una aparición”. En sus dos breves ensayos sobre Rilke, Luis Cernuda –otro poeta– apunta que Toledo le enseñó a mirar la realidad con los ojos de un ángel, un ser fronterizo. Sólo el arte puede sobrepasar las limitaciones humanas, usurpando temporalmente la visión de un ángel, que habita simultáneamente el mundo visible y el mundo invisible. “España fue mi impresión última –escribe Rilke–. Desde entonces mi naturaleza se ha visto impulsada desde dentro (trabajo repoussé), tan fuerte y continuamente, que no era capaz de quedar impresionada”.

Rilke sabía que los sentidos no conducen a Dios, pero sí el corazón. Un ángel ciego conserva su clarividencia. Sólo tiene que mirar hacia su interior: “Apágame los ojos: puedo verte; / ciérrame las orejas: puedo oírte; / y sin pies puedo andar hacia ti, / y aún sin boca puedo invocarte”. Sería deshonesto adscribir la poesía de Rilke a un credo religioso determinando, pero su hambre de Dios es indudable. Su poesía, por utilizar las palabras de Heidegger en “¿Y para qué poetas?”, eclosiona en “lo ilimitado, lo infinito”. Sus poemas son plegarias que nos hablan de un Dios capaz de bajar hasta la noche más oscura para acompañar al hombre en su infortunio y salvarle de su fragilidad.

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