De izquierda a derecha: Moisés Morera, José María Conget, Carmen Posadas, Francisco Javier Pérez y J.J. Armas Marcelo en uno de las ponencias del VII Festival Hispanoamericano de Escritores. Foto: FHE / Stefania Mucci

De izquierda a derecha: Moisés Morera, José María Conget, Carmen Posadas, Francisco Javier Pérez y J.J. Armas Marcelo en uno de las ponencias del VII Festival Hispanoamericano de Escritores. Foto: FHE / Stefania Mucci

A la intemperie

Escritores bajo centenarios laureles de Indias

En la cita en la isla de La Palma se han reunido autores que han acudido con la humildad de quienes saben que son gente corriente a los que les dio por dedicar su vida al vicio de la escritura.

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Hemos vuelto otra vez a la isla del volcán, la isla de La Palma, de la que no debiéramos salir nunca. Fuimos a presidir el VII Festival Hispanoamericano de escritores, que desde el año que viene se llamará Festival Hispanoamericano de Literatura, por mor de la integración.

Aclaro que escritores incluía a escritores y escritoras, pero no a ratones ni a ratas, cuya absurda y soberbia pretensión es que se llamara Festival Hispanoamericano "de escritores y escritoras". De modo que, como dice el árabe, "safi baraka". Y a otra cosa.

A seguir adelante, con escritores (que incluye escritores y escritoras) hablando bajo los sabios y centenarios laureles de Indias de la Plaza de España de la ciudad de Los Llanos de Aridane en la isla más americana de España, La Palma.

En esta semana pasada, hemos aprendido mucho: todos de todos, las poetas (nunca poetisas ni rapsodas) de los poetas y viceversa; los novelistas de las novelistas y vicerveza (como le gusta decir a Bryce Echenique), y todo de todas y viceversa o vicerveza, para no pelearnos ni discutir sobre estupideces.

Tengo algo que añadir aquí. Durante toda mi vida, he asistido a decenas de congresos, reuniones, festivales, coloquios y todo cuanto tenga que ver con la literatura y la escritura literaria en todas las partes del mundo, desde Tokio a Delhi, desde Montreal a Santiago de Chile y Buenos Aires, desde Sidney al fin del mundo, y seguiré haciéndolo mientras siga aprendiendo de los demás, no se me vaya este vicio vitalista y sumamente erótico y el alma y el cuerpo aguanten.

Humildad y concordia en Los Llanos

Pero El Festival de Los Llanos tiene esencialmente una característica. Me explico. John Dos Passos describe en sus memorias lo que se llama en latín, una de nuestras lenguas madrísimas (hay otras muchas, desde el griego clásico al árabe), el "genus irritable animus", el gen —y el genio, y el ingenio— irritable de los poetas, y —en general— de todos los escritores de todos los tiempos y de todo el mundo.

Es decir, las ganas de pelear y competir hasta la violencia dialéctica y verbal, e incluso más allá, con los demás vates y vatas (esto último es una concesión que hago, sin precedentes y sin consecuentes, más allá de mi generosidad). En la reunión de Los Llanos, ese espíritu belicoso se aparta.

He visto peleas y cosas más allá de la Puerta de Tannhäuser que ustedes ni se pueden imaginar. Como por arte de magia del aura de los centenarios laureles de Indias de la Plaza de España, cualquier mínima hosquedad natural o artificial desaparece para dar cabida a una actitud y una conducta de sorprendente y repentina amistad.

Ni una palabra más alta que otra, ni un golpe bajo de alguno contra otro, ninguna rivalidad. Todos vamos a aprender y a enseñar lo que sabemos. Y ahí se ve lo que también realmente somos: gente corriente que le dio, en un momento de su vida, por elegir este vicio delicioso, tramposo, de frustración implacable y fracasos múltiples que es la vocación de la escritura literaria.

Buscamos un tesoro que estamos seguros que nunca encontraremos. Corremos como galgos en un canódromo tras la liebre mecánica que sabemos por mera intuición animal que nunca alcanzaremos: la obra maestra.

Nos adentramos en un desierto absoluto buscando la lucidez esplendorosa de una ciudad donde podemos encontrar la muerte con la certidumbre de que ni siquiera encontraremos la luz en la experiencia de nuestra extenuación intelectual.

Nos vendemos a la rutina de escribir a cambio de nada, sólo por la pasión de todo lo que vengo escribiendo desde que me empeciné en escribir, nos desbocamos como Sísifo todos los días, hasta la rutina obligatoria y necesaria, y sabemos que mañana será otro día en el que tenemos que repetir ese placer, ese escribir, aunque estemos derrotados.

Nos arriesgamos a entrar hasta el fondo en una mina sin luz y sin brújula algunas tras el oro que de antemano nos resultará imposible encontrar.

No importa: el empecinamiento en descubrir un mundo nuevo nos lleva a veces hasta la locura y sus alrededores. No importa: la tenacidad nos hace superar el hastío y cabalgar como caballos locos persiguiendo a nuestros demonios y fantasmas.

Ya lo dijo Goethe: "Luz más luz". Lo han repetido muchos pensadores y escritores del mundo en todos los tiempos. Parafraseo a Borges y a Salvador Elizondo, para terminar esta confesión de parte: "Soy contemporáneo de los griegos clásicos". Y Elizondo en "El grafógrafo": "Escribo que escribo". Pienso que sueño que escribo, y escribo que escribo que suelo que escribo lo que pienso que sueño y lo escribo, aunque no escriba exactamente igual que el genio del mexicano.

Esto hemos hecho la semana pasada bajo los laureles de Indias centenarios en Los Llanos de Aridane: hablar que escribimos que hablamos lo que escribimos y escribimos lo que hablamos. De verdad, los invito a asistir en la próxima convocatoria. Gracias a mis impecables lectores por su paciente benevolencia de todas las semanas.