Interior del Café Gijón de Madrid.

Interior del Café Gijón de Madrid.

A la intemperie

El Café Gijón, nuestro Triángulo de las Bermudas en Madrid

Cuando un lugar lleno de leyenda se cierra, el alma esencial que ha ido creciendo dentro del local se marcha a toda velocidad, huye como espíritu sano del diablo que lo persigue.

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De todo hace ya por lo menos veinticinco años, nada es igual que antes, y nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Nos cancelan y nos cancelamos todos los días con alguna desagradable sorpresa. La otra mañana, por ejemplo, terminaron de cerrar el último vértice de lo que fue para nosotros, los de entonces, nuestro placentero, inevitable y cotidiano Triángulo de las Bermudas: el Café Gijón cerró sus puertas y cambió de propietario.

Dicen que todo será igual o mejor que antes, pero yo no creo ya en los brujos de este tiempo. Además, cuando algún lugar lleno de leyenda se cierra, el alma esencial, que a lo largo de los años ha ido creciendo dentro del local, se marcha a toda velocidad, huye como espíritu sano del diablo que lo persigue. Ya pasó hace años en los otros dos vértices de nuestro Triángulo de las Bermudas en Madrid.

El primero que cerraron fue el Nuevo Oliver, el Oliver familiar para nosotros, devotos en presencia de todos los días en sus largas tardes, invierno o verano. Dijeron que era para renovarlo y mejorarlo, pero le robaron el alma que tenía dentro y ahora es un lugar de comidas como otro cualquiera.

Aquel Oliver era la historia de la noche en Madrid, porque allí se reunían incluso ministros, que entonces lo eran de verdad, junto a borrachos cotidianos que hacían la parada obligatoria en el segundo vértice del Triángulo, tras la tertulia de toda la tarde en el Café Gijón, donde Pepe Esteban contaba, entre tragos de alcohol fino, su mítico y épico viaje clandestino a Moscú en pleno franquismo.

Primero, pues, era el Gijón en la tarde, luego el Oliver en la primera parte de la noche, interminable también entre historias del pasado y recuerdos del porvenir inmediato, porque el viernes que viene iba a empezar a caer el régimen de Franco y todo sería distinto y libre.

El último vértice de la noche de nuestro Triángulo de las Bermudas era la etapa final de las luces, las risas y el alcohol inagotable: el inolvidable Boccaccio, que terminaron convirtiendo en otra cosa muy distinta a la que nosotros vivimos.

Allí vimos amores y amoríos prohibidos, poetas peleándose por el amor de otro poeta, María Asquerino de Gran Señora de la Puerta vigilando entradas y salidas de los noctívagos inagotables al paso del tiempo.

Y abajo, la música y el baile para quien se atreviera. Ahí vimos la ruina de las horas caer sobre nosotros todos los días, casi al amanecer, cuando ya el régimen franquista estaba muerto y para enterrar, o eso creíamos.

Ese era nuestro Triángulo de las Bermudas en Madrid en los largos años del franquismo y la Transición a la democracia, memoria llena de recuerdos que tal vez se perderán poco a poco con el cierre de sus grandes y famosos vértices de alcohol, conversación, deleite y jolgorio.

Entré por primera vez en el Gijón en el mes de octubre del año 1965, tras comprar libros de filología clásica en una librería muy cercana en el mismo Paseo de Recoletos. Era estudiante universitario, metido ya en faena de lector empedernido, y me llamaba la atención tanto el Teide como el Gijón.

Después, gloria bendita. Años después ya cercana la hora de venirme desde Canarias a Madrid tuve el gozo intelectual e inolvidable que comer allí algún cocido que otro con Bergamín, ya entonces pura leyenda viva. O con Gonzalo Torrente Ballester. O tomar un vino con el gran pintor Quirós, a quien Alfonso, el cerillero del Gijón, guardaba todos los días un ejemplar del ABC para que el artista se regocijara leyendo las esquelas de sus enemigos que, a veces, eran también los nuestros.

Entonces todo estaba en sus vértices exactos, ahora ya clausurados, mientras el Triángulo se ha ido diluyendo con los años y su esplendor, aunque sea un recuerdo inolvidable, ya no es más que pretérito imperfecto lleno de discusiones ilusas y de memoria favorable.

Ahora se trata de recordar, entonces, antes de que nosotros mismos, los que quedamos de aquel tiempo en blanco y negro que tal vez en algunas cosas fue mejor que este de ahora, nos vayamos yendo también con nuestro cofre de memorias al otro barrio de donde nadie regresa, ni siquiera convertido en humo de fantasma.

Ahora se trata de escribir sobre aquellos años, en los que éramos los mejores, esos mismos años que ahora recuerdan muchos farsantes como los que vivieron peligrosamente.

O tal vez fuera así, entre las timbas en casa de Pepe Díaz, los versos de Neruda declamados por Raúl Del Pozo, la voz ronca de Paco Rabal en la noche del Oliver cantando el romancero lorquiano o el día feliz en que apareció en nuestro antro favorito la diva de la gauche divine barcelonesa, Teresa Gimperá, ante la mirada vidriosa y escocesa de Juan Benet, tendido en uno de los sillones en su postura incasable de William Faulkner.

¡Ah, días de vino y rosas!, la verdadera vida, la noche que vivíamos riendo y bebiendo en nuestro Triángulo de las Bermudas en Madrid…