El Cultural

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A la intemperie por J.J. Armas Marcelo

La guerra del murciélago

El confinamiento no va a hacer crecer el número de lectores porque, opina J. J. Armas Marcelo, el peor virus que lleva dentro el género humano es la estupidez

18 marzo, 2020 06:29

Algún día acabará esta guerra del murciélago chino y yo seguiré creyendo que lo más parecido al paraíso en la Tierra es una biblioteca llena de libros. No soy tan ingenuo: con el confinamiento no va a crecer el número de lectores porque, para mal de lo que somos, el peor virus que lleva dentro el género humano es la estupidez. Si las farmacéuticas se hubieran aplicado en sus investigaciones dirigiendo los esfuerzos químicos a elaborar una vacuna contra esa enfermedad que va en aumento -la estupidez humana- quizá no estaríamos ahora asombrados, humillados, asustados y ofendidos por el bicho malo del murciélago chino. Si se trata de negocio (farmacéutico) también lo habría sido: un antídoto poderoso contra la imbecilidad humana equivale a imaginar que hemos traspasado la dimensión del idiota y llegado tal vez a esa Ítaca en la que, Ulises en viaje al fin nosotros, la felicidad le ganaría la guerra al dolor.

El murciélago es una ancestral bestia que ha sobrevivido a miles y miles de tiempos y épocas, acumulando en su capacidad de resistencia todos los bichos mortales que no pudieron con su vida. A lo largo de siglos y siglos de supervivencia el animal de las tinieblas se ha hecho fuerte en su batalla por mantenerse vivo y hoy es el origen de un bicho terrible que todavía no ha mostrado la verdadera dimensión de su maldad. Pero los chinos tienen al animal que vuela insaciable por las noches como dieta popular: se comen los murciélagos como nosotros nos comemos las ostras. Se dice, con sonrisa estúpido, que los chinos se comen hasta las mesas que mantienen a su alcance los alimentos, pero no es menos cierto que al animal humano, de cualquier procedencia, le gusta refocilarse con las peores y más arcaicas costumbres que nos vienen de los dioses saben dónde. Hoy, estamos convencidos de que la guerra del murciélago acabará pronto y podremos volver sin temor a nuestras andanzas estúpidas olvidando los avisos que nos dan los tiempos para que reflexionemos sobre nosotros mismos y el mundo que habitamos. ¿Por qué se enfadan los chinos cuando decimos la verdad, que el virus que tanto nos acongoja tiene su origen en una ciudad china donde existe un laboratorio de investigación, de alta seguridad, en el que la seguridad ha dado paso al pánico y a una pandemia de la que se oculta el origen y todo lo que haga falta por parte de los gobernantes?

En las redes sociales, en los medios informativos, en los papeles y en el aire, flotan ahora los nombres olvidados de Camus y tres fotógrafos de la realidad, de la realidad del pasado y de la realidad del futuro: todo son citas de personas "cultas" que quieren dar idea de lo mucho que lo son. Yo pienso, mientras tanto, en algunas verdades de Darwin y de Malthus, poco citados por los "cultos" de las redes; y en algunas otras verdades de Harari, el sabio que explica el salto mortal de monos caníbales a dioses con pies de barro. Pienso en Maquiavelo y en el arte de la guerra, pienso en las hormigas y en los activistas políticos de izquierda y de derecha, y en Nicanor Parra: "la izquierda y la derecha unidas/ jamás serán vencidas". Don Nica, como el tío Albert, sabía mucho de la estupidez humana, a veces él incluso la practicaba con la sana intención de ver el berrinche de la imbecilidad  innumerable desbordándose una vez más en la pasión inútil del grito.

La imbecilidad humana: responsabilicémonos, unos más que otros, de este estado de cosas. Que un gobierno sepa que hay en las puertas de la ciudad (por seguir hablando de Tito Livio) una enfermedad mortal e invisible a punto de invadirnos; que sepa ese mismo gobierno, o cualquier otro que actúa como él, que esa enfermedad mortal se propaga mientras más aglomeraciones de gente haya en el ambiente, mientras más fiesta y más grito y más imbéciles haya juntos en la plaza y en calles del pueblo; y que ese mismo gobierno permita y jalee desde su poder de convocatoria manifestaciones políticas donde la masa inconsciente baila al son de de su propia incapacidad para entender los fenómenos contemporáneos y las señales de humo con que se nos avisa del peligro inminente, no sólo hace que ese gobierno sea imbécil y estúpido en gradación supina, sino que puede decirse que induce a los ciudadanos a que, como corderitos idiotas, vayan al matadero público que significa la aglomeración en tiempos de virus.

No sé cómo juzgará a nuestros gobernantes, en particular y en general (a los nuestros y los mediocres que rigen el mundo entero en estos tiempos tan absurdos, kafkianos e ionescos), el futuro inmediato ni quiénes realmente pagarán la cuenta de la guerra y la fiesta. Pero ya sé en quiénes no debo creer y con quiénes no debo, en lo que me quede de vida, ir jamás a una manifestación pública.

El resto es el clima de esta tarde en la que escribo estas notas de cuarentena: una intermitente lluvia inunda las horas vespertinas de la melancolía. El tiempo, como la tarde de Cortázar, está gris y coñac. Y yo seguiré creyendo que lo más parecido al paraíso en la Tierra es una biblioteca llena de libros.

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