Image: Durero, un pintor entre dos mundos

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Exposiciones

Durero, un pintor entre dos mundos

Durero. Obras maestras de la Albertina

3 marzo, 2005 01:00

'Gran hierba', 1503

Durero. Obras maestras de la Albertina
Comisario: José Luis Matilla. Museo del Prado. Paseo del Prado, s/n. Hasta el 29 de mayo

Desde el precoz Autorretrato a los trece años, trazado con punta de plata, hasta la fabulosa acuarela de un pájaro, desde el sombreado de unas manos que oran hasta las líneas esquemáticas del puerto de Amberes, lo mejor de la obra dibujada de Durero pertenece a la galería Albertina de Viena, de la que esta exposición, comisariada por José Luis Matilla, trae al Prado una fantástica antología (58 dibujos y 27 estampas). Se trata de una ocasión única, porque son obras que nunca viajan en tal cantidad y que ni siquiera en Viena se exponen permanentemente, dadas sus especiales condiciones de conservación. Los orígenes de los fondos durerianos de la Albertina se remontan a aquel emperador misterioso y extravagante, Rodolfo II, apasionado por la pintura, la astrología y la alquimia, que logró adquirir las dos mejores colecciones de la época de la obra de Durero: la del Cardenal Granvela y la herencia de Willibald Imhoff (nieto de Willibald Pirckheimer, un íntimo amigo de Durero). Tras muchos avatares, los infolios que albergaban los papeles del pintor alemán fueron donados en 1796 por la Corte imperial al duque Alberto de Sajonia-Teschen. Por entonces la colección estaba integrada por cerca de 400 dibujos y acuarelas: casi el triple de los actuales fondos durerianos del Albertina. ¿Qué pasó con el resto? Al parecer, el primer director de la colección, François Lefebvre, se apropió de gran parte de ella y la vendió a diversos coleccionistas. Tras la muerte del duque Alberto en 1822, sólo quedaban 157 dibujos del maestro. Las piezas robadas entonces se hallan hoy dispersas en los museos de Bremen, Berlín, Londres, Weimar, Hamburgo, Nueva York. Pero a pesar de aquel terrible expolio, la Albertina sigue poseyendo la colección singular más iomortante, en cantidad y calidad, de la obra de Durero.

La exposición del Prado nos propone con esos fondos un apasionante itinerario cronológico y temático por la obra de Durero, que incorpora las cuatro pinturas del artista que posee el Prado. Desde los primeros pasos apreciamos la formación dual del artista, heredero de los modelos góticos y del oficio de los talleres alemanes, pero formado luego en los nuevos ideales del Renacimiento italiano. Como ha señalado Svetlana Alpers, los dibujos del desnudo, las proporciones y la perspectiva representan el lado italianizante de Durero, mientras que sus estudios de plantas y animales, dotados de la precisión y delicadeza de un trabajo de orfebre, delatan la herencia nórdica del artista.

En el increíble Gran hierba, por ejemplo, todos los detalles botánicos están plasmados con tal exactitud que los expertos en botánica pueden reconocer, entre otras especies, la milenrama, el álsine, la pimpinela, la aguileña y el diente de león. Pero eso no es todo, porque esas delicadas hierbas, agigantadas por la proximidad y por el punto de vista muy bajo, se convierten para nosotros en una selva mosntruosa. Lo mismo sucede con esa liebre en cuyo ojo se refleja toda la estancia donde está el pintor. Muchas veces se ha querido ver en todo esto una suprema lección de objetividad, el documento de una mirada analítica que diseca su objeto. Pero lo que percibe en esa liebre de Durero es algo distinto: una intimidad extraña, irreal a fuerza de cercanía. El artista dibuja la liebre como si él mismo hubiera sido liebre en otra vida, o como si hablara el idioma de las liebres y pudiera traducirnos lo que el aterrado animal susurra. Lo que está en juego es una sinécdoque que valora un fragmento insignificante como encarnación del todo. Cada fibra de la planta, cada pelo del animal se vuelve infinitamente valioso porque él se refleja y se contiene toda la naturaleza como obra de Dios.

La mayoría de los dibujos de temas naturales, de animales y plantas, eran estudios que Durero utilizaría después para sus obras pictóricas de más envergadura, y la vivacidad de muchas composiciones del artista en los años anteriores a su segundo viaje a Italia procede de esos estudios. Pero es imposible reducir la famosa liebre o ese estudio de un ala de pájaro que anuncia la aparición de un ángel a esta condición auxiliar; son obras de arte enteras y verdaderas, y obras magistrales. Al inscribir la fecha en la esquina inferior derecha de su Gran hierba, el propio Durero le confiere un valor singular. Si esta exposición documenta el modo en que Durero acentúa (emulando a los italianos) el papel del dibujo en el proceso creativo, nos revela también la promoción del dibujo como una forma de expresión estéticamente autónoma.

La dualidad espiritual de Durero, dividido entre el Norte e Italia, reaparece, en fin, en su producción gráfica, en sus grabados, repartidos entre dos medios: el cobre y la madera, que corresponden a dos mundos ideológicos distintos. Si dejamos de lado las ilustraciones de libros, que en la época siempre se hacían en madera, y los grandes trabajos de propaganda para el emperador Maximiliano I (a los cuales se dedica otro apartado de la exposición), el grabado en madera es utilizado por Durero para las estampas religiosas, en series como el Apocalipsis, la Gran pasión y la Vida de la Virgen, imágenes devocionales que alcanzarían una extraordinaria difusión en Europa y América. En cambio, los maravillosos trabajos en cobre y buril (aunque con ciertas excepciones, como la Pasión en cobre de 1507-1512) están consagrados a plasmar y propagar los ideales del humanismo y los nuevos principios estéticos del Renacimiento.