Antes de acabar la frase “éste es un mueble bar inglés”, el propietario de la tienda de muebles de segunda mano que me atendía tiró de un pequeño pomo metálico. Plin, plin, plin, plin, plin eso que parecía una caja hermética de madera se fue desplegando como un cuento pop-up hasta convertirse en un mueble bar.

Me dio que pensar. De hecho, lo primero que pensé fue que pertenezco a una generación de pardillos. Nosotros flipando porque se inventan una tienda de campaña que la tiras y se monta sola, y a mediados del siglo pasado había quien tenía un mueble bar en casa como el que tiene una Quechua. Tira de un pomo, y ¡hala, a darle a la mistela!

Soy el adolescente que descubre a The Beatles y se pone a pregonarlo como si acabase de inventar la sopa de ajo, lo sé, pero lo cierto es que hasta me brillaron los ojos por la sorpresa que me dio ese mueble bar. Por la sorpresa o por la luz automática del dichoso mueble, eso no lo sé, pero fijo que tuve que poner cara de alucine.

“¿Y vendes bien este tipo de muebles?”, pregunté. “La verdad es que no. Los alquilamos para cine o televisión o a veces viene alguien que tiene una casa grande y ganas de darse el capricho”. Ésas son las claves: una casa grande y ganas de darse el capricho, porque esa pieza pequeña no es. Y barata tampoco.

La economía, la cultura y el ritmo de vida ha cambiado por completo desde que aquellos años en los que no había una casa de cualquier estatus social sin ese mueble hasta hoy. Miraba el mueble bar de nogal y además de sorprendida por lo inesperado y hortera de que ese armatoste se transformase en un bar, con su luz, su espejo y todos sus detalles para colocar botellas, cristalería y utensilios para la coctelería, me dejó pensando qué uso le daría yo.

No tenía intención de comprarlo. Ni intención, ni espacio, ni dinero, pero no podía dejar de intentar rescatarlo de la inutilidad. “Vamos a ver para qué vales tú en la vida”, pensaba sin tener muy claro a qué venía mi ataque repentino de ser coach de un mueble.

Pensaba en la utilidad que le daría si tuviese que ponerlo obligatoriamente en casa. Para botellas, obvio, que tampoco voy a decir ahora que no tengo. Pero es el claro ejemplo de que el continente cuesta más que el contenido.

Y esto no sólo me pasaría a mí que, por cosas de mi trabajo (de verdad, lo prometo, es por cosas del trabajo), alguna botella buena y especial tengo. Pero la mayoría de esos muebles bar albergaron durante toda su vida coñac barato, whiskies de medio pelo y espirituosos fantasía. Pero eso sí, ahí estaba el mueble bar, ocupando la mejor habitación de la casa. Y dentro de la mejor habitación de la casa, un buen rincón. No olvidemos que había hogares en los que llevaban el concepto bar al límite e incluso ponían una pequeña barra rinconera o un carrito camarera con su decantador de whisky y sus vasos a juego. Todo a punto para llegar del trabajo y meterse un buen lingotazo en bata.

De tener espacio ahora en casa, mucha gente lo que hace es un vestidor, que no deja de ser una habitación, ojo, para guardar ropa, zapatos y bolsos. Espero que esa ropa, zapatos y bolsos no sean la versión textil del licor de manzana del mueble bar, porque si no, hay que replantearse seriamente la inversión.

Hemos vuelto al gin tonic y poco a poco se está empezando a recuperar el brandy. Pero no sé si volveremos al mueble bar. Lo sabremos cuando veamos a Ikea vendiendo muebles bar de contrachapado junto a las sillas de gamer.

Lo que sí sé es que el mueble bar de nuestra generación se llama vinoteca. Un mueble bar no, pero ¿a que si te digo que te regalo una neverita para guardar el vino no arrugas la nariz?

Yo, si vuelve el mueble bar, sólo pido que seamos tan elegantes como nuestros padres, pero con la estética de nuestra época. Ya que es un mueble inútil y nos vamos a fastidiar el hígado, al menos que no nos estropee la vista.