Le recuerdo abriéndose paso entre los otros aspirantes a suceder a José María Aznar. ¿Se acuerdan de Jaime Mayor Oreja y de Rodrigo Rato? Que Dios y el FMI me perdonen: yo creí entonces que, fiel al mismo principio por el cual el emperador romano Calígula nombró senador a su caballo favorito y Franco nombró presidente de su gobierno a Arias Navarro, es inherente al poder la pasión porque te suceda uno más equino o incluso más burro que tú.

Pensar que en aquellos días todos creímos que a Rato le descartaban (qué error, qué inmenso error…) por saber inglés mejor que el jefe y por haberse opuesto a la guerra de Irak. Y es verdad que, aun caliente y humeante encima de la mesa la tremenda derrota del PP en marzo de 2004, Rajoy no se pudo contener. "Tú y tu maldita guerra", cuentan que le espetó a Aznar, en privado, eso sí. No se le conocen muchos desafueros de ese tipo en público. Bueno, una vez casi llama directamente imbécil a Carmen Romero de González después de una no muy brillante intervención de esta última en el hemiciclo.

“¿Acaso se cree que los españoles somos imbéciles?”, clamó la exprimera dama, a la sazón diputada por Cádiz. "Fíjese que yo no creo ni que lo sea usted", repuso el gallego. La mar gruesa feminista fue de las que hunden barcos, honra y cargamento de atún. Y sin embargo algo de razón tenía él, no me pude resistir a pensar por lo bajini. Muy por lo bajini.

Mucha gente le tiene ganas a este Rajoy tan poco emocionante y exaltante, frío como bacalao recién descongelao, de atravesado ojo apagado y escama deslucida. Sólo hábil, aunque eso lo es mucho, en navegar la miseria y la desidia ajenas. "Rajoy dice lo que decimos todos nosotros, pero cuando lo dice él molesta menos", recalcó Aznar cuando aún le tenía ley y fe. Pocos meses después se iba a cenar con el embajador de USA y las respectivas señoras (en aquella época el embajador americano todavía tenía señora, se necesita ser carcamal y ser antiguo…) y se quejaba amargamente de haber dejado a España en malas manos. No descartaba tener que volver a arremangarse él personalmente.


Vinieron luego las sucesivas derrotas y todo el zapaterato, gestionado con rajoyana piel de elefante. Los congresos de la luna de Valencia. Los amigos derritiéndose los lunes al sol y los enemigos perdiendo pie, por sí solos o con la inestimable ayuda de algún chivatacillo de Hacienda. Que no sólo de investigar (al fin) a los Pujol vive Montoro.
En fin. Este hombre es el que saldrá hoy a la tribuna del Congreso a dar, no sé si la cara, pero sí lo mejor de sí mismo, que probablemente sea su cansancio. Su haber nacido con la fatiga puesta. Con la posible excepción de aquel conato de investidura de Calvo Sotelo que los tricornios de Tejero convirtieron en lance de deshonor, pocas veces tantos han esperado tan poco de uno solo. Que gane el mejor... el día que alguien lo encuentre y adivine por dónde anda. ¿Existen Dios, el amor y la vida eternos, el perdón de los pecados? ¿Existe Rajoy?