Tras las elecciones del 26 de junio, Podemos se ha confirmado como lo que es, pese a su autopropaganda: un tapón reaccionario. Gracias a él (con IU), seguiremos teniendo en el gobierno a un PP sin autocrítica, lo más seguro con Rajoy. Los españoles no querían eso exactamente (¡permítanme que yo entre en el juego de las interpretaciones también!): lo que querían era que no gobernara Podemos. Que en su lugar gobierne el PP era el precio que había que pagar. Caro pero razonable: las circunstancias eran apretadas. Cabían pocas maniobras. Yo al final voté a Ciudadanos, por si se puede empujar un poco en la mejora del PP inevitable. Pero soy escéptico.

Esa es la cuestión: mientras esté Podemos, habrá que poner como prioridad el cortarle el paso. Como haríamos con todo lepenismo o peronismo. Antes de la eclosión del huevo de esta serpiente, podíamos votar con más decisión y desembarazo a las opciones correctoras: UPyD, fundamentalmente, antes de su suicidio.

UPyD sí que luchó contra la corrupción, como ha recordado Savater en esta campaña póstuma. Con nadie fue más duro Rajoy en su debate de investidura que con Rosa Díez. Si tanto les incomodaba la corrupción a los que ahora se lamentan del triunfo del PP, ¿por qué no votaron a UPyD entonces? Acaso porque estaban demasiado ocupados en llamarlo “facha”, o en reventar sus intervenciones en universidades con estudiantes pre-podemitas...

Lo que representaba UPyD –y lo que representa (con menos brío) Ciudadanos– era una oportunidad de cambio y de regeneración razonables, factibles. Un cambio, por cierto, para el que no haría falta reformar la Constitución. Hay cosas más urgentes: promover la independencia de la justicia, implantar una buena ley de educación, despolitizar la administración pública, acabar con el clientelismo de los partidos, establecer controles contra la corrupción más eficaces; entre muchas otras.

Estos sí serían cambios mejoradores. Solo que trabajosos y de poco lucimiento. Tendrían la épica gris de la realidad y, aunque nuestra situación se haría más razonable, no se desbordaría en risas, abrazos, emociones, ni mucho menos amor. Las efusiones religiosas –que son las que anhelan los de Podemos– solo han traído a la política ruina, represión y crimen. Ese es el miedo: no a lo nuevo, como presume Pablo Iglesias, adornándose insufriblemente, sino a lo viejo, a lo tantas veces visto ya en la historia.

Al meter en un cauce ciego la protesta contra problemas que son reales, Podemos sabotea los intentos realistas de solución. Y al final lo menos malo, por su culpa, es seguir con los mismos problemas, como estaban.