Katia, en la cocina de su nueva casa en el pueblo de Kostyantynivka.

Katia, en la cocina de su nueva casa en el pueblo de Kostyantynivka. María Senovilla

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Katia (4 años), pasó cuatro meses refugiada en Járkov: "Me gusta este pueblo, aquí no caen bombas"

Después de pasar más de 120 días en un sótano de Járkov, la pequeña Katia, de cuatro años de edad, ya sabe lo que es la guerra.

27 noviembre, 2022 02:40

La pequeña Katia no recibe muchas visitas desde que empezó la guerra, pero es una excelente anfitriona. No llevo ni quince minutos en su casa, cuando empieza a sacar juguetes para agasajarme. Uno por uno. Dinosaurios, disfraces, libros para colorear, está dispuesta a dejarme todos sus tesoros. Dicen que los niños que han vivido experiencias traumáticas durante la guerra quedan afectados de por vida. Desde que Rusia invadió Ucrania, Katia ha vivido cuatro meses en un sótano, ha visto cómo su casa de Saltivka era bombardeada, también ha contemplado a su familia rota de dolor al perderlo todo y ni siquiera pudo despedirse de sus amigas cuando los sacaron de Járkov y los llevaron a un pueblo a 100 kilómetros para ponerlos a salvo.

Demasiadas emociones juntas para una niña que ha cumplido los 4 años este verano. Pero como todas las familias ucranianas que he conocido desde que llegué por primera vez en marzo, la familia de Katia se vuelca con ella para intentar hacerle la vida lo más normal posible, para que juegue con otros niños, y para arrancarle una sonrisa a la menor ocasión. Aunque estén en mitad de los bombardeos.

Hay que atravesar varios 'check points' para llegar hasta la nueva casa de Katia, en el pueblo de Kostyantynivka. Al entrar, la encuentro en la cocina. Su madre la está trenzando el pelo junto a la ventana; no hay electricidad. Me mira vergonzosa, pero las ganas de hablar con alguien "nuevo" pueden más que la timidez. "Tengo dos amigas que viven en esta calle, una se llama María, como tú", me explica cuando nos presentan.

Vladimir, el abuelo de Katia, está luchando contra un cáncer con metástasis en mitad de la guerra.

Vladimir, el abuelo de Katia, está luchando contra un cáncer con metástasis en mitad de la guerra. María Senovilla

¿Vas al cole con ellas?, me intereso. "No, sólo jugamos". En Kostyantynivka no hay jardín de infancia, están todos cerrados a consecuencia de la guerra. El colegio para los más mayores sí que ha reabierto, pero los niños de la edad de Katia no tienen a dónde ir. "Pueden acceder a algunas actividades online, pero son demasiado pequeños para entender la educación online", confiesa su madre, Galya. "No quiere hacer las tareas, estoy preocupada. Cuando vivíamos en Járkov no había ningún problema con esto, pero ahora, en estas condiciones es muy complicado".

Para Galya la situación también es complicada. Ella trabajaba en el Instituto de Investigación de problemas endocrinos de Járkov. Un buen trabajo. Pero ahora en el pueblo no encuentra nada. "La clínica ha vuelto a abrir, y me mantienen el puesto, pero sin una casa en la que vivir no puedo volver. Y el edificio en el que vivíamos en Saltivka está para demoler. No sé ni qué hacer", relata visiblemente angustiada.

La familia de Katia muestra una foto de su casa de Saltivka envuelta en llamas tras ser bombardeada.

La familia de Katia muestra una foto de su casa de Saltivka envuelta en llamas tras ser bombardeada. María Senovilla

Más de un frente de combate

En la casa del pueblo viven Katia, su madre y sus abuelos, Olga y Vladimir. El abuelo tiene cáncer de próstata con metástasis. Miro mi libreta mientras Katia sigue mostrándome sus juguetes. Llevo menos de una hora con esta familia, y tengo anotado un catálogo de desgracias difícil de digerir: no esperaban la guerra, casa bombardeada y calcinada, cuatro meses viviendo en un sótano sin electricidad, sin trabajo, cáncer con metástasis. Levanto la vista de la página y los miro. No veo derrota ni desolación, no se rinden. Ni con la guerra, ni con el cáncer, ni con las dificultades que va a atravesar este país que el Kremlin intenta romper en pedazos desde el otro lado de la frontera.

Olga, la abuela, le está mostrando los últimos informes médicos a Sasha –el voluntario que los encontró en el sótano de Saltivka, y los rescató–. Sasha ha establecido un vínculo muy especial con la familia. Llevaba más de dos meses sin verlos, pero al volver a encontrarse, entre abrazos, todos se emocionaron. Ahora los está ayudando para que reciban la medicación oncológica a través de otra ONG especializada. Mires donde mires, en mitad de esta guerra, encuentras solidaridad entre personas que tal vez no estaban destinadas a encontrarse, pero que han establecido vínculos irrompibles.

Vladimir, Olga, Katia y Galya se despiden de Sasha en la puerta de su casa.

Vladimir, Olga, Katia y Galya se despiden de Sasha en la puerta de su casa. María Senovilla

Mientras Sasha y los abuelos hablan de temas médicos, Galya me cuenta que normalmente tienen luz doce horas al día. "Durante la noche, por lo general", detalla. El verano ha sido casi bucólico. Me lo muestra en su teléfono móvil, donde las fotos  de Katia –sonriendo mientras juega en el bosque y en el embarcadero de Kostyantynivka– se mezclan con las imágenes de los bombardeos en Saltivka, el que era su hogar.

El distrito de Saltivka es una ciudad dormitorio dentro de Járkov. Se construyó durante la época soviética, con el objetivo de alojar a las personas que trabajaban en la ciudad, pero no podían permitirse vivir cerca del trabajo. Se amplió con modernos edificios de hasta veinte plantas durante las últimas décadas, y se abrieron centros comerciales y nuevas estaciones de metro.

Un castigo que roza lo sádico

Como resultado, más de medio millón de personas vivían ahí antes de la guerra. Familias, estudiantes universitarios, jóvenes que compraban su primera vivienda. Pero cuando comenzó el asedio ruso a Járkov, se convirtió en el aérea más bombardeada de la provincia –y de casi toda Ucrania–, y el 95% de sus residentes huyeron. Los pocos miles que quedaron vivían bajo tierra, en las estaciones de metro o en los sótanos de las casas. Como la familia de Katia.

A día de hoy, no se entiende el por qué de esos bombardeos incesantes –la artillería disparaba durante todo el día, y se llegaron a contabilizar hasta 50 impactos en menos de 24 horas en los meses de marzo y abril– en un lugar donde no había cuarteles militares, ni infraestructuras críticas, ni tampoco fábricas o algún otro objetivo de interés. Sólo bloques de viviendas, colegios y comercios.

Olga, la abuela de Katia, le muestra a Sasha unas pruebas médicas que le han enviado a su teléfono.

Olga, la abuela de Katia, le muestra a Sasha unas pruebas médicas que le han enviado a su teléfono. María Senovilla

En las ocasiones que recorrí Saltivka durante los primeros meses de la guerra, aquello era el infierno en la tierra. El sonido constante de los proyectiles silbando, y luego el ruido sordo al impactar. Sin saber si había muertos o heridos, y sin poder ir a buscarlos. Sin médicos ni bomberos –ni siquiera podían entrar para apagar los edificios en llamas tras las explosiones–. Sin electricidad o agua corriente. Y Katia vivió así cuatro meses de su corta vida.

Según la Agencia de la ONU para los Refugiados, no se puede predecir hasta que punto afectan las vivencias de una guerra en los más pequeños. Mientras algunos niños responden a los traumas con agresividad o hiperactividad, otros se vuelven introspectivos. 

Niños de la Guerra

Pueden desarrollar problemas para dormir, preocupación obsesiva, episodios de terror espontáneos, problemas en el habla y hasta alucinaciones. La familia de Katia es consciente de esto, y se vuelcan con la niña. "Por suerte, le encanta el bosque, las actividades al aire libre y se está relacionando bien con los otros niños del pueblo. Pero en invierno será más complicado", me dicen.

Le pregunto a la niña antes de irme si le gusta su nuevo hogar o prefiere volver a Járkov. "No quiero irme del pueblo, aquí no caen bombas", responde con naturalidad.