Es la ventana que enmarca un cielo de tonos azulados la que proporciona luz a la pintura. En la parte inferior se retrata una mano que sujeta un libro abierto mientras que con el índice extendido la otra mano señala el contenido de la página. Si pudiéramos acercarnos intuiríamos la ilustración que queda retratada y nos afanaríamos en el detalle, que solo tenemos tiempo para observar pero no tanto para realizar.

Esta época —musitamos con prejuicios— de exceso e inmediatez de datos no da para más. Nada sedimenta. No da tiempo. O eso pensamos

En la vida cotidiana, quisquillosos con lo nimio, nos conformamos sin embargo con hacer las cosas a grandes rasgos y sin prestar atención al detalle en un momento, según dicen, de tiempo acelerado en el que nos vemos arrastrados en tromba por la vida. Parece que solo cabe aspirar a lo mínimo o incluso al boceto de lo que, de haber tenido más tiempo, hubiera podido ser trabajado con más minuciosidad. Y en esta paradoja nos movemos: la de esperar lo esmerado y desesperar por no encontrarlo mientras que lo damos por perdido en el reino del descuido. Lo minucioso es la excepción y el detalle lo exclusivo en el tiempo de la realización normalizada de lo mínimo. Hubo un tiempo o tal vez lo habrá de lo prolijo, pero esta época —musitamos con prejuicios— de exceso e inmediatez de datos no da para más. Nada sedimenta. No da tiempo. O eso pensamos. Generamos de este modo la ilusión de una posible vida esmerada. No espere el lector un canto a la nostalgia que denota, como bien vieran Schiller o Hölderlin, más un deseo imposible de lograr en el presente un estado más feliz ya pasado que un suspiro por lo que realmente se tuvo. Lo mínimo despreciado tiene su importancia ¿hemos reducido el detalle a lo mínimo o es lo mínimo nuestro detalle? ¿los “grandes rasgos” son los nuevos mínimos?

La mano descrita al inicio de estas líneas pertenece al retrato que El Greco realizó del que fue un conocido artista del siglo XVI, Giulio Clovio, denominado por Vasari “el pequeño y nuevo Miguel Ángel”. Lo que sujeta Clovio en la pintura descrita es su obra más emblemática, el Libro de horas del cardenal Farnesio (1546). Su labor no era la miniatura, es decir, reproducir imágenes a tamaño reducido, sino la “iluminación”, que significa dar a conocer a través de la imagen y “alumbrar” lo que se aparece como oscuro e inaccesible. Inicialmente las pequeñas iluminaciones formaban parte de un códice, pero en su madurez Clovio las convirtió en una obra independiente. Sus iluminaciones seguían iluminando aunque ya no tanto un texto, como el sentido que se abría en la obra misma. Lo pequeño podía ser grande e “iluminador” porque abría “un espacio interior” no sólo para el observador, sino para el propio autor cuando necesitaba iluminar el sentido para sí mismo a través de la acción de sus manos. En realidad, por muy descuidado que sea nuestro tiempo, seguimos pensando y conformándonos con lo que hacemos y cómo lo hacemos. ¿Tenemos tiempo para prestar a lo mínimo? ¿Cómo ejecutamos lo que hacemos a grandes rasgos? ¿Construimos hacia fuera o generamos previamente un espacio en nosotros mismos? Quien se expone sin ese espacio previo ¿se queda en realidad vacío o se roba a sí mismo la posibilidad de un lugar para sí mismo?

Si tuviéramos más tiempo, pensamos entonces... pero esto es una ilusión: nunca el tiempo es suficiente. No habrá tiempo del esmero ni el momento del detalle está por venir. Hay que hacerlo, como hay que generar espacios interiores incluso en lo más pequeño. Desde el análisis crítico de lo mínimo podremos llegar a “iluminarnos” para saber qué entendemos, de facto, como lo imprescindible para expresar sin bosquejos la obra en la que consiste nuestra vida. En caso contrario, nos arriesgamos a construir nuestra vida “a grandes rasgos” en la que no hay, como dijera Kundera, borradores.