Sentado junto al mar el joven Hiperión se pierde en la contemplación del horizonte como si en él se abriera un acceso calmo a lo infinito. En quietud permanece distraído y al mismo tiempo está atento ante algo cuya visión en realidad, aunque se dirige hacia fuera, abre algo en sí mismo, como si el infinito al que mira estuviera dentro de sí. Y usted que me lee podrá preguntarse y con razón a qué me refiero con infinito. El personaje de Hölderlin considera que más que concepto es un sentimiento que apunta a una forma de integración con aquello que, aun siendo más grande que nosotros y cuyos límites desconocemos, nace hasta tal punto de nuestro interior que parece ensancharnos, como si por dentro albergáramos mayor espacio, más diáfano y claro al abrir un acceso ya existente pero no siempre presente. Pero de pronto, dice Hiperión, con la reflexión ese acceso se cierra cuando se genera una distancia entre lo sentido y lo pensado. Cuando siento me identifico con el sentimiento, pero cuando pienso me diferencio de lo pensado.

Lo trascendente puede encontrarse en las más variadas experiencias estéticas, en el arte, en la naturaleza o en las creencias religiosas

Si Kant leyera estas líneas nos diría que este sentimiento, como el de la belleza, no se produce por la mera contemplación del horizonte o de una obra de arte (¡como si hubiera cosas bellas por sí mismas!), sino que tiene que ver con quien mira y no con lo mirado. La belleza está en nosotros o, mejor, es a través de nosotros mismos como podemos acceder a ella. Exactamente por lo mismo cuando Mark Rothko piensa en los murales que integrarán la capilla de Houston (1964-1967) es fiel a su idea de que la obra por sí sola no tiene valor porque la experiencia estética solo se produce en el encuentro entre la pintura y el espectador “activo”. De ahí que, buscando la experiencia del infinito (religioso) en la capilla, emplee un acceso estético. Sus murales son pistas de despegue o de “ascensión”, por recordar a Viola, para que, independientemente de las creencias que se tengan, quien los contemple conecte con “lo trascendente” desde las oscuras superficies monocromas.

La experiencia narrada por Hölderlin se asemeja al sentimiento de lo trascendente que querrá evocar Rothko, es decir, a la necesidad de todo ser humano a salir de sí para encontrar una vinculación incluso en lo más profundo de uno mismo. Lo sentido nos hace grandes o, al menos, si hablamos de experiencia estética, hace que nuestros sentidos puedan ir más allá sin destruirnos. Nos sentimos excedidos, aturdidos, y nos emocionamos. En esa contemplación desaparezco al identificarme con lo que siento y me integro después como persona que “ha sentido”. Ante una obra o una representación nuestra cotidianidad pasa a un segundo plano y nos abrimos a otras ajenas cotidianidades, abandonamos nuestro yo para sentir también al otro y salir de nuestra perspectiva. Lo trascendente puede por tanto encontrarse en las más variadas experiencias estéticas, en el arte, en la naturaleza, o en las creencias religiosas.

Si esta necesidad de trascendencia puede colmarse a través de la experiencia estética y, en ocasiones, de la religiosa, también existen sucedáneos cuyos efectos son los contrarios de los descritos anteriormente. Cuando a falta de elementos que nos acerquen a la plenitud utilizamos sucedáneos que nos vampirizan, estos no generan espacio, sino vacío, no sentido sino hastío. La atención distraída se convierte en la distracción basada en la atención a cada nuevo estímulo, cuando son tantos que es imposible centrarse en uno, cuando si esto sucede, lejos de hacernos crecer nos angostamos y sentimos agotados que nos han extraído algo, cuando nos vemos reforzados en nuestros prejuicios, cuando nuestro mundo se ha empequeñecido, cuando no hay transformación sino homogeneización.