Nadie sabe lo que origina el precipitar de una lágrima ni conoce la fuente última de la que brota aquella gota que se desliza por la mejilla hasta mojar los labios. Puede que su fuente sea la más feliz de las alegrías o la risa del despropósito. En este caso la sonrisa es a veces la clave del enigma. Puede también que el llanto sea el efecto de un dolor desbordado cuando el alma queda anegada de noche y su zarpazo se manifiesta en un rostro que no puede fingir que algo se hunde por dentro. Y así desmoronada el alma detrás va la cara. Como un movimiento tectónico la orografía de ésta cambia. Se deforma. Si fuera algo más que piel, carne y huesos, dejaría paso al pozo que delatan los ojos. Cada gesto es la nota discordante de un ser humano para el que queda rota, quizá para siempre, la armonía. Usted puede comprobar que este dolor, aunque torpemente, puede ser descrito con belleza. Pero ¿cómo representarlo?, ¿ha de embellecerse el sufrimiento o debe mostrarse tal y como es?, ¿cómo mirar un rostro y un cuerpo deformado por el sufrimiento?

Ni antiguos ni modernos, tampoco ya posmodernos, ¿cómo se expresa hoy el dolor? ¿hemos pasado a una exposición grotesca que genera insensibilidad?

Hace más de dos siglos Lessing analizó la representación del dolor en la Antigüedad a través de una escultura que escenifica el momento en el que Laocoonte es estrangulado junto con sus hijos por serpientes marinas. El bello gesto del sacerdote no se diferencia de un suspiro. El conjunto escultórico se convirtió en el centro de una
polémica que en el fondo se preguntaba si los “antiguos” eran “mejores” que los “modernos”. Para Lessing, si el arte griego no reflejaba el dolor en sus esculturas no se debía a que los griegos no sufrieran o a que su virtud les llevara a una contención serena, como sostenía Winckelmann, sino a que primaba la belleza. Este era su límite. Puso como ejemplo la pintura “El sacrificio de Ifigenia” en la que Timanto pintó tapado el rostro de Agamenón para que no apareciera la fealdad del sufrimiento. Mejor velar que mostrar obscenamente la intimidad de un naufragio. Los modernos no tendríamos problema en hacer aparecer lo feo e incluso lo grotesco.

La escena del Laocoonte condensa tres formas del dolor: el propio, el producido por la angustia por el sufrimiento de sus hijos y el de la conciencia de la destrucción de Troya. No sólo pierde la propia vida, sino toda forma de futuro. ¿Se imaginan ustedes a una persona que en pleno conflicto sepa de su muerte cierta, de la de sus hijos y la de su pueblo? ¿Cómo podemos mostrar su dolor sin espectacularizarlo? Ni antiguos, ni modernos, tampoco ya posmodernos, sino a lo sumo pospandémicos, ¿cómo se expresa hoy el dolor?, ¿hemos pasado a una exposición grotesca que paradójicamente ni expresa ni comunica y genera insensibilidad? ¿Lo feo se ha impuesto al dolor en su contemplación?

Qué fácil es decir que hemos pasado al extremo de un Aquiles que no cesa de mesarse en público los cabellos, donde todo es dolor y grito, y “ruido y furia que no significa nada” por recordar a Shakespeare. Sin embargo me gustaría preguntarnos cuál es el límite de nuestra época. Expresamos el dolor como seres sintientes que necesitan gritar. El problema de nuestro límite no se reduce a la representación del dolor, sino a la incapacidad de saber qué estamos viendo: a un ser vivo. No puedo dejar de mencionar a Susan Sontag: ¿qué tal si nos obligamos a pensar en lo que implica mirar estas imágenes y asimilar lo que muestran? Podemos no conocer a la persona que llora, pero sí conocemos el dolor (y la alegría) que nos vincula. Atrapar su lágrima. Llorar si es necesario.