En varias ocasiones les he hablado en esta sección de Mrs. Palfrey at the Claremont (1971), novela de Elizabeth Taylor. Les decía que es uno de los textos más lúcidos, patéticos y delicados que conozco acerca de la vejez. La publicó Bruguera en 1986, bajo el título El hotel de Mrs. Palfrey, en traducción de Clara Janés. Pero hacía un montón de años que la novela era inencontrable.

Por fin acaba de rescatarla –ya era hora– Libros del Asteroide, con el título cambiado, Prohibido morir aquí, el mismo que le pusieron en Argentina a la edición allí publicada en 2019 por La Bestia Equilátera, y con una nueva traducción de Ernesto Montequin.

La primera vez que les hablé de esta novela fue para llamar la atención sobre un pasaje en que el narrador, refiriéndose a Mrs. Palfrey –viuda de un funcionario inglés destinado en su juventud a Birmania–, dice de ella que le cuesta cada vez más adoptar cualquier resolución.

Puede ocurrir que la vejez sea vivida como un periodo de afirmación y de expansión del yo, un yo cargado de capacidad de comprensión, de aceptación, de sabiduría

Y añade, para justificarlo: “Cuando era joven, tenía que dar una imagen en primer lugar a su marido, al que admiraba, después a sí misma, y en tercer lugar a los nativos. Actualmente, en nadie veía reflejada la imagen de sí misma, y esta parecía disminuida: había perdido dos tercios de su antiguo valor (ni esposo, ni nativos)”.

Reconozco en este pasaje una certera forma de aludir a esa “mengua del yo” en que se traduce, para muchos –quizá para la mayoría– la experiencia de la vejez, una experiencia física y mentalmente limitadora.

Pero no hay por qué pensar que este sea el único modo de experimentarla. De hecho, puede ocurrir lo contrario, que la vejez sea vivida como un periodo de afirmación y de expansión del yo, un yo cargado, por virtud de los años, de capacidad de comprensión, de aceptación, de sabiduría.

Encuentro una saludable manifestación de esta forma de vivir la vejez en el diario de May Sarton. Concretamente en un pasaje del Diario a los setenta (publicado originalmente en 1987, y muy bien traducido al español por Blanca Gago, Gallo Nero, 2024).

Leo allí en la entrada correspondiente al 6 de junio de 1982: “Es cierto que, a veces, nos lamentamos por el rostro juvenil ya perdido, y no hay por qué negarse a admitirlo. Ahora empiezo a usar cremas por primera vez en mi vida y, al mismo tiempo, cuando miro fotografías como ayer […] siento que ahora tengo la cara mejor, que me gusta más. Al fin y al cabo, soy una persona más compleja y rica que a los veinticinco, cuando la ambición y los conflictos íntimos me dominaban y una capa superficial de sofisticación contradecía el interior”.

Más adelante, cuenta la misma May Sarton cómo da una charla sobre la vejez, durante la cual declara públicamente que, a sus setenta años, está pasando “la mejor época” de su vida. “Me encanta ser mayor”, afirma. Un asistente a la charla pregunta: “¿Y qué tiene de bueno ser mayor?”. A lo que Sarton responde: “Que soy más yo que nunca. Hay menos conflictos. He conseguido un mayor equilibrio y soy más feliz y más poderosa”.

En relación a su propia ancianidad, Sarton, como se ve, se halla en las antípodas de esa triste mengua de Mrs. Palfrey. En los dos casos se obvia una cuestión esencial: la salud corporal, sin duda determinante. Pese a lo cual, lo que parece estar en juego, pienso, es la perspectiva de saber envejecer, de aprender a hacerlo.

Para nada se nos ha dado más tiempo. ¿Pero cómo aprender?

El creciente envejecimiento de la población, en el mundo desarrollado, viene segregando una cada vez más caudalosa literatura sobre la vejez. Prestar atención a esta literatura, a libros como los aquí mencionados, puede ser un camino.