De un tiempo a esta parte, parece que el sector editorial apuesta fuerte por el audiolibro. Observo el fenómeno con algún escepticismo, dado que, desde que presto atención a estas cosas, he asistido a periódicos lanzamientos de este tipo de producto, sin que llegase nunca a arraigar, al menos en España.

Esta vez, sin embargo, da la impresión de que la cosa va en serio, pues entretanto la telefonía móvil ha cambiado muchos comportamientos, también entre los lectores de siempre. Basta observar el auge del podcast para barruntar que, hoy más que nunca, se dan las condiciones para que finalmente prospere aquí una modalidad de consumo de textos que en otros países –Alemania y Estados Unidos, por ejemplo– cuenta con una sólida implantación.

Por mi parte, mucho me temo que, mientras conserve la vista, difícilmente me convertiré en usuario de audiolibros, como no soy tampoco consumidor de podcast (¿tiene plural este anglicismo?). No tengo nada en su contra, pero tampoco ninguna predisposición a escucharlos. No veo el momento. No conduzco auto, no corro en cinta estática, no me aburro. Si dispongo del rato, prefiero, con mucho, leer.

El libro es, en rigor, un soporte radicalmente distinto del audiolibro, del mismo modo que leer es una actividad radicalmente distinta de la de escuchar

Nunca he sido aficionado a la radio, por otro lado. A menudo las voces me distraen de lo que dicen. Las “máscaras acústicas” de las que hablaba Elias Canetti.

En otro orden de cosas, es natural que la terminología libresca impregne la industria del audiolibro, pero debería quedar claro que, en rigor, el libro es un soporte radicalmente distinto del audiolibro, del mismo modo que leer es una actividad radicalmente distinta de la de escuchar, por mucho que se trate en un caso como en otro de contenidos idénticos.

A menudo se olvida que leer es, primero de todo, una actividad muscular, sujeta a condicionamientos físicos que determinaron –siguen haciéndolo– el desarrollo de la tipografía y de la centenaria tecnología que se halla detrás de cualquier libro, por rudimentario que sea.

Por otro lado, la lectura silenciosa –otra tecnología– fue una conquista relativamente tardía, que conoció un impulso decisivo a partir de la imprenta y de la nueva cultura que dio lugar al Renacimiento y al surgimiento de la Modernidad.

Fue al amparo de la misma como nacieron los géneros de la novela y del ensayo, y como la escritura en prosa arrebató al verso la hegemonía que hasta ese momento detentaba.

Importa tener muy presente el importante papel que en todo esto desempeña la posibilidad que brinda el libro de generar lo que Sánchez Ferlosio denominaba “duplicados” de lectura, refiriéndose con ello a la libertad que tiene el lector de un libro de volver tantas veces desee a lo ya leído.

La nueva tecnología digital permite, sin duda, hacer lo mismo con los audiolibros, pero de un modo ciertamente más limitado, dado que el oído carece de la perspectiva espacial que proporciona la vista, capaz de “sobrevolar” el texto.

También es más limitada la lectura mediada por la voz, que inevitablemente “interpreta” el texto, como interpreta un músico la partitura. En lo tocante a las novelas, sobre todo, esa “interpretación” puede intervenir y alterar registros tan sensibles como puedan serlo la ironía o el patetismo.

De hecho, la novela es un “género del silencio”, por así decirlo. Ya Walter Benjamin dejó claro que quedaba lejos de ser, como tantos siguen pensando, una evolución del viejo arte de narrar, cuya tradición era originalmente oral. Me imagino escuchando un relato de Kipling, una novela de Conrad o de Stevenson, narradores de viejo cuño. Me parece imposible –pero no lo es, al parecer– escuchar una novela de Thomas Mann, de Henry James o de Virginia Woolf.

En cualquier caso, se trataría, pienso, de experiencias no del todo equivalentes.