El pasado 11 de junio se cumplieron diez años de la muerte del escritor argentino Héctor Bianciotti. No me consta que nadie lo recordara con este motivo. Se me ocurren pocos casos como el suyo de escritor eminente tan pronto olvidado. E ignorado por sus compatriotas, encima.

En su Breve historia de la literatura argentina (Taurus, 2006), el crítico y ensayista Martín Prieto proscribía a Bianciotti de la tradición argentina por estimar que se construyó a sí mismo como “un escritor francés exótico” más que como argentino.

El mismo Prieto, sin embargo, sí incluye en esa misma tradición a autores como Juan
Rodolfo Wilcock y Copi, que, como Bianciotti, y al mismo tiempo que Bianciotti, se exiliaron de Argentina y escribieron en la lengua de su país de adopción (la italiana y la francesa, respectivamente). Me pregunto qué tipo de exotismo puede entrañar para un francés un libro como Los desiertos dorados (1967). Me pregunto asimismo si cabe pensar en un libro más argentino que Ce que la nuit raconte au jour (1992).

Y sin embargo es indudable que Bianciotti se desentendió deliberadamente de su propia proyección nacional.

Traigo esto a colación movido por la lectura de un notable artículo de Patricio Pron publicado recientemente en la revista La Tempestad. “Trayéndolo todo de regreso a casa”, se titula el artículo, y en él se plantea qué criterios cabe emplear a la hora de considerar a un escritor representativo de lo que se entiende por “literatura nacional”.

Pron escribe su ensayo pensando en particular en la tradición argentina, y sus ideas prolongan las sostenidas ya por Borges en su ciertamente “seminal” ensayo sobre “El escritor argentino y la tradición” (1953). Particular interés tiene el modo en que examina Pron la cuestión a la luz de tres casos particulares: los de Juan José Saer, Copi y Roberto Bolaño. Y su razonable insistencia en atravesarla por algo que desde hace mucho determina cualquier percepción, tanto propia como foránea, de lo “nacional”: los clichés que condicionan la circulación de un determinado escritor para que sea saludado y promovido como representativo de su país de origen.

Por lo demás, cuanto Pron acusa en relación a la literatura nacional argentina cabe extenderlo a cualquier otra literatura, empezando por la española.

En su polémica anotación de los criterios de recepción de los escritores hispanoamericanos, Pron sostiene que “el eje parece haberse desplazado, de tal forma que ya no es horizontal sino vertical; es decir, ya no concierne a las relaciones Barcelona-América Latina, sino a las que se producen entre Santiago de Chile-Buenos Aires-Lima-Ciudad de México: cada vez son más los libros de mayor o menor calidad que recorren ese eje y no otro”.

Me gustaría compartir esta opinión, pero me falta el convencimiento.

En cuanto a la pretensión de que “para el análisis y la historización literaria” convendría adoptar “criterios distintos a la procedencia y la adscripción nacional de los escritores”, pues de otro modo “nos vemos limitados a una visión parcial e inevitablemente incompleta de la literatura”, tengo mis dudas.

Pienso que, salvo excepciones, el ámbito nacional es uno de los planos decisivos en que se construye un escritor, y que por lo general es el primero –y a menudo el preferente, por ser el más natural, cuando no el único– en que le cumple operar, incidir y alcanzar su más genuina resonancia.

Que así sea, por otra parte, no me parece una fatalidad más lamentable que la esforzada homologación de tantos escritores conforme a los modelos estandarizados de un cosmopolitismo –un internacionalismo, más bien– no menos sujeto que la supuesta marca nacional a los tópicos y las instrucciones de uso.