Felicidad. “... El amor se confundía con la pujanza de la naturaleza radiante…”. Estas palabras de un poema de Vicente Aleixandre introducen muy bien en una cita prologal Helena o el mar del verano (1952), la única y bellísima novela (corta) del poeta, dramaturgo, cuentista y diplomático gijonés Julián Ayesta (1919-1996), el mayor secreto a voces de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX.
Y ahora va aquí una cita muy larga que resume a la perfección, cuando los protagonistas vuelven de la playa, el sentido vital, la atmósfera y la escritura de esa historia de amor de infancia y primera adolescencia entre el narrador y su prima Helena, rubia y de ojos azules:
“Volvimos despacio, andando muy juntos, muertos de plenitud, de gozo, de felicidad desconocida e insufrible, muertos de amor, locos de amor. El corazón me llenaba todo el pecho, me hinchaba todo el cuerpo de sangre caliente, me llenaba la boca de sal, llenaba el mundo de alegría rabiosa, de ardor, de colores afilados como cuchillos y a la vez blandos como las hojas de una amapola, como la miel, como la leche recién ordeñada”.
Aquí está, sí, el éxtasis del amor y la existencia, en una prosa de raíz poética sobreabundante de plasticidad, de sensualidad, de sugerencias de colores, texturas, olores y sabores. Y esta apoteosis de romanticismo y nostalgia llegó en 1952, en la misérrima posguerra, un año después del realismo tremendista de La colmena (1951), de Cela, y cuatro años antes del realismo behaviorista y pesimista de El Jarama (1956), de Sánchez Ferlosio, cuando ya se abría paso la novela social y crítica de los años 50.
Fue recibida con aplausos por su calidad y con recelo e, incluso, hostilidad por su escapismo respecto a la realidad flagrante de la vida española del momento.
Están a tiempo de leer 'Helena o el mar del verano', la única y bellísima novela (corta) de Julián Ayesta. No se arrepentirán
Mea culpa. No había leído Helena o el mar del verano, y bien que lo siento. Mea culpa. Había oído y leído sobre ella, en su doble condición de ovni y de mito, pero me rehuía. Me topé con un ejemplar en la Feria del Libro. ¡Esta es la mía!, me dije.
La novela del entonces –se alejó después– falangista Julián Ayesta, de trayectoria tan constante como guadianesca, está descubierta y requetedescubierta desde hace años. Desde su salida en Ínsula, en una apuesta conjunta de Aleixandre y José Luis Cano, se ha editado en seis editoriales –Seix Barral y Planeta, entre otras– y, desde 2000, a iniciativa de Jaume Vallcorba –que ya la había publicado en Sirmio–, lleva más de una docena de reimpresiones en Acantilado. La última ya escasea en las librerías.
Antonio Pau (Julián Ayesta. El resplandor de la prosa, 2001) es su máximo especialista. Recomiendo las páginas que le dedicó Santos Sanz Villanueva en su imprescindible La novela española durante el franquismo (Gredos, 2010). En fin, este artículo va especialmente para quienes no la hayan leído. Están a tiempo y no se arrepentirán.
Modernismo. Romerías, excursiones, siestas, comidas, meriendas, bosques, jardines, batallas de almohadas, el sabor de las moras, sueños, el primer amor, la playa… ¡El verano! Escenarios y ambientes cantábricos, que algunos estudiosos vincularon a los cuadros del también gijonés Nicanor Piñole. Hay impresionismo en la técnica, y también ramalazos costumbristas –sobre todo, en la visión, a veces crítica, del mundo de los adultos– y resonancias culturalistas y clásicas (Virgilio, Aristóteles, ruinas de la Antigüedad), pero todo está inmerso en el justo arrebato lírico de un brillante modernismo.
¡El brillo! En tres partes, aúna siete relatos que en origen fueron publicados por separado. Y uno de ellos, invernal (La alegría de Dios), arroja una mirada angustiada –nada propia del discurso oficial– sobre el colegio religioso, el pecado, la culpa... No todo es plenitud y gozo, aunque esa es la sensación final que nos embarga y emborracha.