TRIBUTO. Quienes fuimos niños y adolescentes en los años 60 y 70 tenemos una deuda sentimental con Richard Burton (1925-1984) que podemos convertir en tributo en su centenario. Los héroes históricos o militares de sus películas –dos de sus especialidades, además de los curas– asentaron nuestra futura cinefilia en aquellas sesiones colegiales que fueron, junto al cine de la televisión, el fundamento de nuestra formación cinematográfica.
Ahí comparecieron su centurión apócrifo de La túnica sagrada, su Alejandro Magno de Alejandro el Grande, su Marco Antonio de Cleopatra o su canciller y arzobispo Thomas Becket de Becket, junto al capitán MacRoberts de Las ratas del desierto, el mayor Smith de la incombustible aventura bélica de El desafío de las águilas o el capitán Foster de Comando en el desierto. Todavía no manejábamos los nombres de los directores.
Espiando el ¡Hola! de nuestra madre supimos que había iniciado en Cleopatra un romance con Elizabeth Taylor (1932-2011), que se saldaría, entre el 64 y el 76, con dos matrimonios y dos divorcios, implosivos y explosivos, y con once películas juntos, que dieron un pastizal y les permitieron vivir a todo lujo, al tiempo que sus convulsiones pasionales y su sometimiento al alcohol desordenaban sus vidas y sus carreras.
POPULARIDAD. La popularidad de Burton no decreció demasiado hasta su muerte a los 58 años con su salud destrozada por la bebida. Pero su prestigio menguó y su filmografía no quedó a la altura ni de las expectativas despertadas ni de su talento. ¿Por qué? Burton hizo lo más difícil: convertirse en un reputado actor shakespeariano (hizo Hamlet, Otelo, Coriolano,
La tempestad...) después de superar su nacimiento en un pueblucho de Gales, hijo duodécimo de los trece del pobrísimo matrimonio de un minero y una camarera, y dejar atrás un acento galés y proletario para adquirir una perfecta dicción que añadió a su cuajada apostura, a su intensidad gestual y a la firmeza de su mirada.
Atraído por Hollywood a principios de los 50, en 1958 hizo, sin embargo, en Inglaterra Mirando hacia atrás con ira, de Tony Richardson, película clave del rompedor Free Cinema británico, donde incorporó al angustiado e inconformista trompetista Jimmy Porter de la pieza de John Osborne.
La filmografía de Burton no quedó a la altura ni de las expectativas despertadas ni de su talento.
En vez de sumarse, como le correspondía por generación y por sus ideas socialistas, al movimiento de los Jóvenes Airados, regresó a abrirse camino en Estados Unidos. Y lo logró, con hasta siete nominaciones al Oscar y la cumbre teatral de Camelot (1960), pero a costa de hacer una carrera tan generalmente exitosa como desdibujada. Picoteó.
Sus grandes películas, amén de Mirando hacia atrás con ira y, para mí, Becket (Peter Glenville, 1964), fueron tres: el drama La noche de la iguana (John Huston, 1964) y su clérigo en crisis, el filme de espionaje El espía que surgió del frío (Martin Ritt, 1965) y su entrampado agente secreto y el dramón existencial de la crudísima ¿Quién teme a Virginia Woolf? (Mike Nichols, 1966) y su profesor universitario en guerra mortal y pasional con su esposa (Elizabeth Taylor), que se tomó como perífrasis y paráfrasis de su relación real.
DIRECTORES. Le dirigieron Negulesco (Las lluvias de Ranchipur), Ray (Amarga victoria), Minnelli (Castillos en la arena), Zeffirelli (La mujer indomable), Donen (La escalera), Dmytryk (Barba Azul), Losey (dos veces, La mujer maldita y El asesinato de Trotsky), De Sica (El viaje), Boorman (Exorcista II: El hereje), Lumet (Equus), Dassin (Círculo de dos)...
Pese a tan deslumbrante plantel de directores, algunos en el ocaso de su trayectoria, los filmes citados, fallidos o de encargo y alguna vez notables, ni están entre lo mejor de sus autores ni ocupan lugar destacado en la historia del cine. Sirvieron, como su mediocre testamento fílmico (1984, de Michael Radford), para sostener su fama y su tren de vida. Y de muerte.