VIAJES. A Everett Ruess se lo tragó la tierra. Tenía veinte años. Su repentina desaparición tuvo lugar en 1934, presuntamente en Escalante, estado de Utah. Allí está fechada su última carta a Waldo, su hermano mayor y único, en la que dice estar acampado al borde de un acantilado, en tierras desérticas. Anunciaba su propósito de desplazarse hacia Colorado. Nunca se encontró su cuerpo. Sí a sus burros y parte de sus pertenencias.

Desde los dieciséis años, entre 1930 y 1934, en plena Depresión, había realizado cinco largos viajes en solitario, como un nómada y un aventurero, por caminos, desiertos –estuvo en Monument Valley–, montañas, bosques y gargantas del suroeste norteamericano, por California, Arizona, Utah...

Durante décadas, convertido en una leyenda, se intentó encontrar en vano sus restos. Se especula con que pudo morir ahogado, despeñado o, tal vez, asesinado en el curso de un atraco. Hubo otras hipótesis conspiranoicas.

En capítulos organizados en orden cronológico, por cada uno de sus cinco años de expediciones, las decenas de cartas que escribió –a sus padres, a su hermano Waldo, a amigos– acaban de ser editadas por Periférica en Una belleza insoportable. Fueron publicadas por primera vez en 1983.

NATURALEZA. Esa “belleza insoportable” alude a la Naturaleza, a las maravillas que Everett Ruess (1914-1934) contemplaba en soledad y en parajes solitarios, que le llevaban en los amaneceres, atardeceres y a cualquier hora a la felicidad y el éxtasis, sensaciones que no experimentaba en las ciudades, por las que sentía un completo rechazo, incluyendo Los Ángeles, donde vivía, y otras en las que recaló en sus expediciones.

'Una belleza insoportable' reúne las decenas de cartas que Ruess escribió a sus padres, a su hermano Waldo, a amigos, en sus solitarios viajes

Hijo de una familia acomodada, ilustrada y con temperamento artístico, Ruess comenzó a escribir y a pintar –enseñado por su madre– desde niño. Fue un adolescente culto y singular. De algún modo, uno ve en su espíritu, salvando las distancias que procedan, la herencia de las búsquedas en la Naturaleza de los pintores paisajistas norteamericanos del XIX o de escritores como Ralph Waldo Emerson, Henry Thoreau o, incluso, Walt Whitman.

No sabemos si Ruess pensaba que algún día se publicarían sus cartas, pero las escribía con estilo y esmero estético. En sus travesías también escribía diarios, poemas y borradores de ensayos. Hacía fotos. Pintaba, dibujaba y hacía xilografías que vendía para obtener unos dólares que facilitaran su supervivencia con lo puesto y para no depender de los giros de su familia a las estafetas que él iba indicando, desde las que mandaba sus cartas y en las que recibía las respuestas, no recogidas estas en el libro.

RIESGOS. Ruess trabajaba esporádicamente en granjas y en duros oficios manuales. Convivió con mormones y con tribus de indios navajos y hopis. Experimentó riesgos físicos y de salud graves: despeñarse, ser mordido por serpientes de cascabel u otras alimañas, infectado por las hiedras venenosas o picoteado por nubes de abejas. Se midió con las lluvias, las tormentas y la nieve. Cazó para comer y comió mal muchas veces. Caminó kilómetros y kilómetros a pie, pero también compró y utilizó burros diversos –y un perro– o hizo autostop si le convenía.

Leía muchísimo –el Quijote, por ejemplo– y pedía constantemente a su familia que le enviara libros: Mann, Dostoievski, Petronio, Voltaire, Woolf… En ciudades donde se detenía a veces o entre viaje y viaje, escuchaba música clásica, acudía a conciertos y óperas. Llegó a cursar estudios en la UCLA, pero los abandonó para seguir viajando.

Entre las muchas personas que encontró y con las que se relacionó en el camino –era raro, no era de hacer amigos–, hay dos, al menos, acreedoras a negritas: los fotógrafos Edward Weston y Dorothea Lange. Weston –continúa su exposición en Mapfre– le enseñó muchas cosas sobre fotografía. Lange, la gran fotógrafa social de la Depresión, también, y lo tomó como modelo. ¿Qué habría sido Everett Ruess si no se hubiera esfumado?