Mérito extraordinario de la democracia liberal es haber juntado por vez primera libertad e igualdad, dos divinidades cuyo impetuoso acoplamiento ha generado una criatura asombrosa nunca antes vista: la vulgaridad. Esta es la nota distintiva de la cultura contemporánea desde la segunda mitad del siglo XX, la que le presta su morfología propia singularizándola de todas las anteriores. Antes existieron, cómo no, gentes y actos vulgares, pero no la vulgaridad, categoría exclusiva de nuestro tiempo.

La vulgaridad consiste en la manifestación exterior de la espontaneidad no educada del sujeto, una espontaneidad que, desdeñosa de mediaciones simbólicas (como el tenedor, que sustituye el comer con las manos), se quiere de la misma legitimidad que las obras más complejas del espíritu. Podría parecer excesivamente audaz esa pretensión, y así ha sido durante milenios, pero en “La vulgaridad, un respeto”, capítulo de Ejemplaridad pública, yo mismo pedía para esta novedad un respeto, porque, inmune a la nostalgia del ayer, percibía en dicho fenómeno el advenimiento de una verdad y una justicia absolutamente revolucionarias y de tal trascendencia que ningún pensamiento podría ignorarla en el futuro.

Petición de respeto no equivalía, por supuesto, a una apología. De hecho, el citado libro admite ser presentado como el programa de una reforma sistemática de la vulgaridad y su transformación en ejemplaridad, cumplimiento del ideal ético-político de la mayoría selecta.

Actualmente, toda formalización sujeta a las reglas –las de la ética y la de la estética– es sospechosa al menos de anacronismo, quién sabe si también de afectación o pedantería

Tras la irrupción de la vulgaridad, durante décadas convivieron en el mismo pie las legitimidades contrapuestas de las obras de la cultura reglada y las de la libre espontaneidad. Pero recientemente ha terminado esta inestable convivencia. En lo que va de siglo XXI, la espontaneidad, dando un golpe maestro, se ha hecho con la hegemonía consiguiendo que su rival sea retirado de la escena como un líder chino caído en desgracia. La vulgaridad es hoy discurso oficial incluso entre los más doctos y triunfa sin oposición en el mundo civilizado. La cultura prescinde otra vez del tenedor y se basta y se sobra con los dedos.

Contemplamos cómo la espontaneidad no educada se ha impuesto como norma suprema del gusto. Actualmente, toda formalización sujeta a las reglas –las de la ética y la de la estética– es sospechosa al menos de anacronismo, quién sabe si también de afectación o pedantería, mientras que nadie se equivoca si observa un tenor de vida natural, abierto, innatista, exento de innecesarias complicaciones y libre de fastidiosas formalidades más propias de otro tiempo.

Antes, los representantes de la espontaneidad, que se sabían necesitados de mayor instrucción, aspiraban a imitar a los más educados; ahora, estos últimos han adoptado en masa el estilo de los primeros en su modo –directo, básico, sincero y sin mediaciones– de hablar, escribir, consumir, crear, procrear, comerciar, amar, transgredir, divertirse. Unos y otros, por fin enlazados en el mismo corro, bailan en la pista el sonido instintivo, onomatopéyico y preverbal de Bad Bunny, el cantante más escuchado del mundo por tercer año consecutivo.

La música del rapero puertorriqueño merece el título de himno de la vulgaridad triunfante. Sin negar que industrialmente pueda ser producto muy sofisticado, fruto de muchas y estudiadas fusiones, la escucha del sonido latino opera en la psique colectiva una regresión brutalista de lo espiritual a lo orgánico, y la unanimidad transversal que hoy suscita entre los oyentes debe interpretarse como la canonización en la cultura contemporánea de una espontaneidad vulgar en su versión rítmica, animista y de resonancias tribales.

Entretanto, la reforma de la ejemplaridad sigue pendiente. Acaso con la presente apoteosis de la vulgaridad ocurra como con la concentración de capital que, según Marx, llevaría al colapso del Estado burgués y aceleraría la revolución proletaria. No sé. Yo, que reclamé para la vulgaridad un respeto, de momento me conformo con pedir para ella un tenedor.