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El Cultural

El legado de Marx (y del marxismo)

6 abril, 2018 02:00

Los aniversarios, casi por definición, constituyen una preciosa oportunidad para el balance. El bicentenario del nacimiento de Marx nos interpela de manera especial, habida cuenta de la repercusión alcanzada por su obra. Pero para no dejar esto en una simple constatación, convendrá formularse un par de preguntas tan sencillas como pertinentes. La primera es ¿dónde radica la importancia de Marx?, pregunta que probablemente admita una contundente respuesta: en la enorme envergadura de lo que se hizo en su nombre. Ya se imaginan en lo que estoy pensando: los límites del corto siglo XX, por utilizar la expresión popularizada por el historiador británico Eric Hobsbawm, vienen dibujados por el nacimiento y caída del imperio soviético, que se declaraba inspirado en la obra de Karl Marx. La segunda pregunta, si cabe más obligada aún que la anterior, es ¿qué queda de su pensamiento?, y bien podría ser respondida así: la doble voluntad de la que venía animado, esto es, la voluntad de conocer y de transformar el mundo. Lo que sigue intenta ser un desarrollo de ambas respuestas.

Claro está que ambas dimensiones, la práctica y la teórica (esta última con doble fondo, político y ético, porque la voluntad de transformar es indisociable de la voluntad de mejorar), no pueden ser pensadas separadamente. Constituiría un recurso falaz desvincularlas por completo, como si el hecho de que los países del “socialismo real” hubieran edificado sus proyectos de transformación de la sociedad inspirándose en las ideas marxianas no fuera un elemento digno de consideración, o como si la ruina de tales proyectos no debiera movernos a cuestionar algunos aspectos de la propuesta originaria.

Se impone, por tanto, pensar a la vez esos tres aspectos (epistemológico, moral y político), tan íntimamente ligados en los textos del autor de El capital que tal vez incluso podría llegar a hablarse de la tríada de Marx para caracterizar la específica heterogeneidad de la obra marxiana. En todo caso, no basta con reivindicar uno de los tres aspectos de su legado para poder ser considerado, en sentido mínimamente propio, marxista. Quien solo compartiera con él el impulso transformador sin ninguna base científica probablemente se ganaría, con todo derecho, las críticas de Engels en su famoso opúsculo Del socialismo utópico al socialismo científico (abundan en estos días los candidatos a recibirlas). Quien no pusiera el conocimiento científico aportado por Marx al servicio de una transformación de la sociedad con contenido revolucionario en nada se diferenciaría de aquellos dirigentes alemanes que en el siglo XIX y desde posiciones políticas reaccionarias se interesaron por la obra marxiana con el propósito de mejor anticipar los movimientos de sus enemigos de clase, el proletariado de aquel momento, o, más cerca de nosotros, de esos eruditos académicos partidarios de la estricta neutralidad del conocimiento. Y quien, en fin, se limitara a desear el fin de las injusticias y el advenimiento de un mundo mejor se confundiría con todos aquellos que, a lo largo de la historia, han compartido idénticas aspiraciones desde convencimientos de muy diverso tipo (religiosos o metafísicos incluidos).

La constatación de esta específica heterogeneidad del pensamiento de Marx resulta pertinente en primer lugar para no incurrir en el error, tan frecuente, de condenar la globalidad de su propuesta en nombre de un argumento particular que, como mucho, afecta tan solo a uno de los elementos que la constituyen. Para intentar ser más concretos: el hundimiento del imperio soviético (eso que llamamos “la caída del muro”) si algo impugna es un modelo político, pero no puede ser interpretado en términos de una refutación del contenido científico de la obra marxiana. A quien se empeñara en interpretarlo así le correspondería la tarea de mostrar qué aspectos concretos de su descripción y explicación del comportamiento del capitalismo han dejado de ser válidos por el hecho de que los antiguos países socialistas hayan optado por el modelo político de las democracias liberales (con independencia de quien vaya ganando, ¿se puede afirmar que ha dejado de haber lucha de clases?, ¿o que ha desaparecido el conflicto entre fuerzas productivas y relaciones de producción?, ¿acaso alguien se atrevería a afirmar que la explotación ha pasado a ser un concepto obsoleto?).

Pero, además de no cruzar las críticas (eso harían quienes consideraran que un acontecimiento que tiene lugar en la esfera de la política tiene la capacidad de impugnar una descripción de la esfera económica), conviene criticar a cada uno de los elementos que constituyen la propuesta marxiana en la forma que le sea propia, esto es, describiendo adecuadamente su naturaleza. Lo que nos lleva a una segunda cuestión, casi tan importante como la de la complejidad de la obra de Marx, y es la de si dichos elementos quedan descritos de manera correcta calificándolos de “ciencia” y de “filosofía”, como tantos marxistas entendieron al hablar de materialismo histórico y materialismo dialéctico como dos ámbitos nítidamente diferenciados.

Lo marxiano remite a la obra de Marx en sentido estricto, y lo marxista a ese corpus elaborado por sus presuntos herederos

Ahora bien, ¿se puede decir que la obra de Marx contiene, no ya elementos científicos, sino toda una ciencia propia, ese materialismo histórico, de cuya mano iría una filosofía asimismo propia, el materialismo dialéctico? La respuesta solo puede ser negativa: el marxismo no es ciencia en sentido estricto y, menos aún, una ciencia particular, una ciencia nueva (ni un “continente teórico nuevo”, por decirlo a la althusseriana manera). En realidad, sólo cabe encontrar una formulación relativamente sistemática de ese presunto materialismo histórico en dos pasos de la obra marxiana: en La ideología alemana y en el prólogo del 1 de enero de 1859 a la Contribución a la crítica de la economía política. Parecidas respuestas se pueden proporcionar a quien formulara la pregunta complementaria sobre la existencia del materialismo dialéctico, por más que la defendieran los manuales de la Academia de Ciencias de la URSS.

En el fondo, la mayor parte de los matices planteados hasta aquí se podrían resumir diciendo que constituyen variadas formas de medir la distancia que separa dos conceptos: el de lo marxiano y el de lo marxista. Mientras el primero nombra todo lo referido a la obra de Marx en sentido estricto y exclusivo, el segundo remite a todo aquello que quienes reclaman su herencia han ido haciendo con ella, a ese corpus variado e incluso contradictorio elaborado por sus presuntos herederos a lo largo del tiempo. En modo alguno quisiera sugerir la existencia de una nítida línea de demarcación entre ámbitos que, además, coloreara al primero con los tonos de la pureza y la coherencia teórica, dejando para el segundo la confusión cuando no la interpretación interesada y deformante de lo planteado por el propio Marx. Es lo que suelen hacer quienes proponen como solución en tiempos de confusión el regreso a los clásicos, como si ellos contuvieran la piedra Rosetta que permite esclarecer todos esos enigmas del presente que con los insuficientes instrumentos teóricos disponibles no alcanzábamos a entender.

Pero no es así. La obra de Marx constituye una riquísima fuente de sugerencias e incitaciones de muy diferente naturaleza (política, científica, ética...) que corresponde a los lectores interpretar y aplicar a sus particulares realidades. Ni Marx “se vengó” porque no se le hiciera caso y se intentara construir el socialismo donde no tocaba, ni los abundantes errores de quienes actuaron en su nombre lo refutan. A fin de cuentas, las propuestas políticas ni se deducen ni se desprenden necesariamente de las premisas teóricas en las que se basan, por más fundamentadas que estas últimas puedan estar. Quienes tanto se alegran de que esa formidable propuesta de emancipación que representa el marxismo -tan formidable que ha terminado por definir los límites del propio siglo XX- haya acabado mal deberían preguntarse también, si de veras les importa entender lo que ha pasado, cómo pudo ser que el sueño de Marx fuera el sueño de tantas generaciones posteriores.