Lo monstruoso. Mutaciones, transformaciones, metamorfosis. Los humanos, desde muy antiguo, imbricados en relaciones de ida y vuelta con mitologías, leyendas y sueños, hemos fantaseado y hemos experimentado, mediante sustancias y rituales más o menos mágicos o científicos, con la posibilidad de cambiar para mejor nuestras propiedades físicas o intelectuales, de alcanzar, incluso, la inmortalidad. Y también hemos temido un fallo en el procedimiento que nos llevara a lo enfermizo, lo aberrante o lo monstruoso. A lo desconocido e irreparable. O, no digamos, a que tal cambio, ajeno a nuestra voluntad, fuera resultado del castigo, la agresión violenta o la maldición de fuerzas externas y poderosas.

El otro día veíamos en La 2 todo un clásico del cine moderno, El profesor chiflado (1963). En esta película de Jerry Lewis, en formato de comedia dramática de amable desenlace y con un prodigioso technicolor de colores vivísimos y saturados, obra maestra del arte pop, el torpe, poco agraciado y despreciado profesor de Química Julius Kelp ingiere uno de sus experimentales preparados y se transforma en el guapo, irresistible y audaz Buddy Love, capaz de toda conquista. Pero algo falla en el trance.

Jekyll y Hyde. La película de Lewis fue una inteligente e ingeniosa variación de El doctor Jekyll y míster Hyde (1886), el imperecedero y seminal relato de Robert Louis Stevenson. El corriente doctor Jekyll también toma un brebaje de su invención y se convierte en el pérfido y asesino míster Hyde. Stevenson da representación al trastorno disociativo de personalidad, pero pone en evidencia los polos del Bien y del Mal que pugnan por dar su cara en cada uno de nosotros.

Si mutar hacia el Mal nuestra identidad psicológica y moral nos provoca espanto, el terror se agudiza si esa mutación se produce hacia la completa condición animal, que, al fin y al cabo, también está contenida en nuestra naturaleza. Nada tan terrible como despertar en nuestra propia cama, al igual que Gregorio Samsa en La metamorfosis (1916) , “tras un sueño intranquilo”, convertidos en “un monstruoso insecto”. En una gran y horripilante cucaracha, uno de los bichos que más asco nos producen. Y sin explicación ni mediación alguna. Encima, la criatura de Franz Kafka piensa y mantiene la autoconciencia.

El terror se agudiza si la mutación humana se produce hacia la completa condición animal

El vampirismo del transilvano conde Drácula, inmortalizado en 1897 por el irlandés Bram Stoker, tenía largos antecedentes en leyendas del Este de Europa. Con la necesidad vital de la sangre, la noche como tiempo del espanto frente a la luz (del día) y la disuasión de la cruz de por medio, el hombre o la mujer que se convierten en vampiro, en murciélago, mediante la mordedura y la succión (no poco eróticas) de otro vampiro, deberán pechar con su muy cansada inmortalidad como criminales hasta el final de los tiempos, a no ser que una estaca clavada oportunamente en su corazón lo remedie.

Libro. Quería dar sólo un par de pinceladas sobre las muy diversas y temibles mutaciones de humanos en animales para llegar a recomendar un amenísimo ensayo que acabo de leer sobre la tercera estrella indudable de la tríada: el hombre lobo. Por si no caemos en la cuenta, el hombre lobo no nace con el cine ni con la literatura, aunque tenga muy viejas raíces en la segunda.

El antropólogo mexicano Roger Bartra, en El mito del hombre lobo (Anagrama), no descuida en absoluto –al contrario– el repaso de las fuentes artísticas, pero lo fascinante de su libro –pródigo además en las variadas angulaciones y soportes interpretativos– es el recorrido histórico por todos los tiempos, lugares y episodios en los que los hombres y mujeres se convertían en lobos sanguinarios. Es decir, cuando gentes cultas e incultas, aldeanos, jueces y dignatarios dieron por hecho que los hombres lobo existían de verdad, y como tales, y en muy alejadas latitudes, salieron en su busca, los detuvieron, los juzgaron, les oyeron en declaración y los encarcelaron y, sobre todo, los ejecutaron.