Entreclásicos por Rafael Narbona

Robert Louis Stevenson: ron, piratas y piezas de a ocho

17 abril, 2018 09:53

[caption id="attachment_708" width="560"] Jackie Coogan y Wallace Beery en la adaptación de La isla del tesoro de Victor Fleming[/caption]

De niño, ¿quién no ha soñado con ser pirata? Quizás los niños de hoy en día acarician otros sueños, pero los que hemos superado el medio siglo pasamos nuestra infancia interpretando sucesivamente los papeles de cowboy, forajido, piel roja y pirata. Las características del pirata lo convertían en un personaje particularmente fascinante: salvaje, aventurero, rebelde, capitán de su propia vida, espadachín invencible y feroz dueño de los mares. Creo que el primer pirata que conocí fue el capitán James Hook, el tenaz y obsesivo adversario de Peter Pan. Me hizo gracia, pero me pareció decepcionante como filibustero. Cobarde, cruel, histérico y traicionero, no se correspondía con la imagen forjada por mi imaginación. Con ocho o nueve años, pensaba que los bucaneros podían ser descarados, violentos y terroríficos, pero no ridículos y afectados. Mi juicio de entonces posee escaso valor, pues se basaba en la adaptación cinematográfica realizada por Walt Disney del clásico de James Matthew Barrie. Peter Pan y los Niños Perdidos me parecieron más convincentes como bucaneros. No asaltaban barcos, pero detestaban el mundo de los adultos y se burlaban de las convenciones sociales. No querían crecer, presumían de su vida libre y salvaje, y se negaban a realizar cualquier acción de provecho. No voy a negarlo. A veces, desearía ser como ellos.

Poco después, con diez o doce años, descubrí El Corsario de Hierro, un personaje creado por el guionista Víctor Mora y el dibujante Ambrós. Aunque me gustó mucho, no me pareció un auténtico pirata. Actuaba como un héroe intachable. Cortés, valiente, leal, se parecía demasiado a El Capitán Trueno. De hecho, también había surgido de la colaboración entre Víctor Mora y Ambrós, heredando los rasgos del famoso paladín cristiano. Eso sí, los dos llevaban una vida errante y llena de aventuras, lo cual les aproximaba al indómito estilo de vida de los piratas. De hecho, el parche de Goliat, amigo inseparable del Capitán Trueno, parecía un discreto homenaje al espíritu libre de los bucaneros. Sin embargo, faltaba algo esencial: la transgresión, el desprecio por la ley y la moral. Algo más tarde, cayó en mis manos una versión juvenil de La isla del tesoro, con “300 ilustraciones a todo color”. En la portada, aparecía un joven escondido en un barril, escuchando la conversación de tres marineros con aspecto de piratas. Uno llevaba una muleta debajo del brazo derecho y un papagayo verde y amarillo en el hombro izquierdo. Fue mi primer contacto con Long John Silver y Jim Hawkins. No suponía que me acompañarían toda la vida como dos amigos fieles, incitándome cada cierto tiempo a viajar con la mente hasta los Mares del Sur para buscar el tesoro del capitán Flint.

Devoré el tebeo con auténtico fervor. Pertenecía a la colección “Joyas literarias juveniles” de la Editorial Bruguera. No recuerdo cuántas veces releí la historia, feliz de haber hallado por fin un auténtico pirata. Silver era un villano en toda regla, pero con un indudable encanto. No recuerdo mucho de aquella versión, salvo los nombres que se quedaron grabados en mi memoria: la posada Almirante Benbow, la goleta Hispaniola, Benn Gun, el Jolly Roger, bandera insignia de la honrada piratería. Creo que leí el clásico de Robert Louis Stevenson a los catorce años. Si el tebeo me había emocionado, la novela me cautivó definitivamente, revelándome la existencia de un territorio llamado literatura, que empezaba a mostrarme su rica y accidentada geografía. Desgraciadamente, cuando llegué a la universidad se había propagado el virus de la pedantería, que confinaba a Stevenson en el desdeñado círculo de la literatura infantil y juvenil. Mis compañeros de la facultad de filosofía desconfiaban de cualquier libro que resultara inteligible. Su devoción por Heidegger, Foucault, Roland Barthes y Derrida ejercía la influencia de una poderosa corriente marina que arrastraba fatalmente hacia los arrecifes. En este caso, los arrecifes eran James Joyce, Samuel Beckett y Hermann Broch, sacerdotes de un dios llamado indistintamente Absoluto, Nada o Dasein. Cuando un día aparecí con un ejemplar de La isla del tesoro, suscité comentarios de burla y perplejidad. Humillado, me marché a casa y, por azar (o, ¿tal vez fue el destino?), me topé con una cita de Jorge Luis Borges, donde el escritor argentino manifestaba sus aficiones más queridas: “Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson”. El hallazgo de esta frase despejó cualquier sombra de duda y me prometí a mí mismo que todos los meses de julio celebraría el comienzo de las vacaciones escolares, releyendo La isla del tesoro. Por supuesto, no cumplí mi promesa, pero jamás he titubeado sobre el valor de una obra que excede la simple aventura. La perfección de la trama no reside únicamente en su capacidad de generar expectación y sorpresa, sino en su inspiración a la hora de abordar con profundidad temas como el proceso de maduración, el sentido de la amistad, la ambivalencia de los afectos, la inadaptación, el individualismo, los sueños utópicos o el eterno conflicto entre el bien y el mal. La isla del tesoro trata todas estas cuestiones, sin caer en irritantes moralismos. Se puede decir que es una novela de aprendizaje que nos ahorra los sermones ejemplarizantes. Su mirada sobre la condición humana está llena de sabiduría, ternura e indulgencia.

¿Quién era Robert Louis Stevenson? Sus datos biográficos revelan que su relación con el mundo real nunca fue muy satisfactoria, pero no se puede decir que fuera desgraciado. Su fantasía le salvó, proporcionándole infinitas horas de dicha. Nació en Edimburgo en 1850. Hijo único de un ingeniero y constructor de faros, desde la niñez pasó largos períodos en la cama, luchando contra la fiebre y los problemas respiratorios. Su madre apenas pudo atenderle, pues su salud no era mucho mejor. Robert quedó al cuidado de una niñera llamada Alison Cunningham, “Cummy”, que le leía la Biblia y le narraba las persecuciones sufridas por los primeros cristianos. Stevenson acudió a la escuela de forma intermitente por culpa de sus dolencias. Su formación se completó con profesores particulares. Muy pronto comenzó a escribir relatos, poemas y pequeños ensayos, mostrando una precoz creatividad. Acompañó a su padre en sus frecuentes viajes, aprendiendo la jerga marinera y desarrollando una honda sensibilidad para el paisaje. Empezó ingeniería náutica por imposición paterna, pero enseguida cambió de carrera, licenciándose en derecho. Apenas ejerció. Su vocación literaria fructificó en 1866 con un primer libro de carácter histórico, Pentland Rising, una obra de escaso valor literario que imitaba el estilo de Walter Scott. El temprano diagnóstico de tuberculosis sólo corroboró su intención de dedicarse a la literatura. La isla del tesoro (1883) y El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886) lo convirtieron en un autor famoso. Por entonces, ya se había casado con Fanny Osbourne, una norteamericana que le sacaba once años, separada y madre de tres hijos. El matrimonio viajó por Gran Bretaña, Suiza y Estados Unidos, buscando climas apropiados para la salud del escritor, cada vez más deteriorada por las recurrentes hemoptisis.  Por último, se instaló en Samoa, donde continuó escribiendo, pese al sufrimiento físico y psíquico: “Durante catorce años no he conocido un solo día de salud. He escrito con hemorragias, he escrito enfermo, entre estertores de tos, he escrito con la cabeza dando tumbos”. Murió repentinamente de una hemorragia cerebral en 1894. Sus restos fueron enterrados en la cumbre del monte Vaea, con vistas a su amado océano Pacífico. Los nativos, cuyos derechos defendió en la prensa, lo llamaban Tusitala, “el que cuenta  historias”.

A pesar de la tuberculosis y sus tendencias depresivas, Stevenson halló la felicidad en la literatura. Es algo que se aprecia en toda su obra, donde la nota trágica nunca implica una interpretación pesimista de la existencia. La indudable influencia de Edgar Allan Poe sólo afectó parcialmente al estilo y la forma de narrar, pero nunca a la atmósfera de sus cuentos, novelas y libros de viajes. Stevenson jamás cae en la desesperación o el nihilismo. No elude la penumbra de la psique humana, pero es capaz de atravesarla, no como Poe, que se queda atrapado en ella. Esa habilidad para sortear los abismos imprime a su prosa una luminosidad y una exactitud que rescata al lector de los cenagales de Poe, donde la muerte se perfila como una liberación. Como apuntó Chesterton en su esclarecedor y hermoso ensayo sobre Stevenson, en Poe “tenemos la sensación de que todo se descompone, nosotros inclusive”, quizás porque pertenece al mismo linaje de Baudelaire; en cambio, en Stevenson “todas sus imágenes tienen unos contornos muy afilados”. El cuervo es el símbolo de Poe, con su plumaje negro y su estridente graznido. Stevenson elige, por el contrario, al papagayo que acompaña a Long John Silver, “un ave de las tierras de plumajes brillantes y cielos azules” (Robert Louis Stevenson, 1927). El papagayo tiene luz, colorido, humor. Poe habita un mundo oscuro, crepuscular y aquejado por una podredumbre creciente, mientras Stevenson, “el Peter Pan de Samoa”, por utilizar una expresión de sus detractores, vive en un orbe claro y transparente, donde triunfan la alegría, la fantasía y el amor por la vida.

La isla del tesoro es una novela perfecta. Por su trama, sus escenarios y sus personajes. Por su prosa limpia, serena y elegante, que describe con la misma belleza y agilidad a hombres y paisajes, sin despeñarse jamás por la retórica. Su estilo puede describirse como un romanticismo templado que no sucumbe al decadentismo de los últimos románticos. La pluma de Stevenson nunca decae. Su ritmo no conoce los estancamientos. En La isla del tesoro, resulta imposible finalizar un capítulo sin experimentar el deseo de precipitarse sobre el siguiente. Dicen que el primer ministro William Gladstone leyó hasta las dos de la madrugada para acabar la novela, sin hacer ninguna pausa. Sería un error pensar que nos hallamos ante una obra destinada exclusivamente al público juvenil. En el caso de Stevenson, la búsqueda de un tesoro en los Mares del Sur no es un pretexto banal. El tesoro representa la aventura, la libertad, la huida de un norte frío, lluvioso e invernal. Encarna la utopía, el sueño de un mundo nuevo. Descubrirlo no es tan importante como protagonizar una serie de peripecias que permitan trascender lo rutinario y previsible.

[caption id="attachment_709" width="560"]

Robert Louis Stevenson[/caption]

Stevenson distribuye la acción entre la posada Almirante Benbow, el puerto de Bristol, la goleta Hispaniola y una isla imaginaria de los Mares del Sur. Es un viaje hacia la luz y hacia los horizontes infinitos. Al pasar de un escenario a otro, se produce una epifanía de la vida. La posada Almirante Benbow es un lugar triste, humilde y oscuro, levantada cerca de una ensenada azotada por la lluvia. En su interior, sólo hay escasez, enfermedad y muerte. La huella de Poe flota en su aire corrompido. Sucede lo mismo con el puerto de Bristol, que jamás podría ser un hogar. Sus muelles están llenos de tabernas frecuentadas por hombres enfermos o mutilados, viejos marineros sin trabajo que escupen y maldicen. Es un buen punto de partida, pero no un buen destino. En cambio, la goleta Hispaniola es una  puerta abierta hacia paisajes vírgenes o muy remotos. Stevenson amaba Escocia, pero se ahogaba bajo sus cielos permanentemente nublados. Contemplaba el mar como la promesa de unas tierras nuevas y soleadas, que tal vez se mostrarían más compasivas con sus pulmones. La isla del tesoro no es el paraíso. El paludismo ha anidado en sus zonas más bajas, pero en sus montañas se respira aire limpio y se puede contemplar la vastedad del océano. Quizás no es el lugar perfecto para vivir, pero sí un buen sitio para amar, disfrutar y soñar. La epifanía de Stevenson no es mística, sino vital.

Los personajes de La isla del tesoro nunca son superficiales o previsibles. Al principio de la novela, Jim Hawkins es un niño que está adentrándose en la adolescencia, pero que ya conoce la adversidad. Su padre está muy enfermo, casi moribundo. Trabaja duramente con su madre, atendiendo a los clientes de la posada Almirante Benbow. Sin embargo, la muerte aún no ha hecho acto de presencia. Parece algo lejano, casi irreal. La aparición del viejo pirata Billy Bones le revelará la existencia del mal, pero también despertará en su interior el anhelo de aventuras. La muerte del padre y del capitán Bones en unas circunstancias dramáticas romperá la ensoñación infantil de un mundo estático, inmune al cambio y a las pérdidas. La violencia de los piratas que desean apoderarse del baúl de Bones le acercará aún más al mundo real, donde los hombres se apoderan de lo que codician por medio de la fuerza. El corazón de Jim Hawkins se hiela cuando Pew, un pirata ciego, le entrega la “mancha negra” al capitán Bones. Es un momento particularmente aterrador, casi un presagio de las vivencias que le esperan en los Mares del Sur. Escondido en un barril colocado en la cubierta de la Hispaniola, la inocencia del joven se esfumará definitivamente cuando por azar descubre la traición urdida por Long John Silver, al que consideraba un amigo y casi un maestro. Su dolorosa marcha hacia la madurez se volverá irreversible cuando mata al pirata y timonel Israel Hands para salvar su vida, disparándole dos tiros casi a bocajarro. Aunque es leal y valiente, Hawkins actúa de una forma individualista y caprichosa, protagonizando iniciativas temerarias. Quizás por eso se aflige ante la perspectiva de que Silver acabe en la horca, pese a que ha sido testigo de sus abominables crímenes.

Long John Silver es una de las creaciones más asombrosas de Stevenson, sólo equiparable al doctor Jekyll, que vende su alma al diablo para pasearse más allá del bien y el mal. Con una simpatía arrebatadora, cautiva a Jim desde el primer momento. Cabo de guardias del capitán Flint, tiene un papagayo que repite una y otra vez: “Piezas de a ocho”. Su taberna El Catalejo es un refugio de bucaneros. Se alista como cocinero de la Hispaniola, pero tiene alma de capitán. Aunque le falta una pierna, puede ser tan ágil como una serpiente venenosa. No carece de valor, pero desconoce la lealtad. Sin embargo, aprecia sinceramente a Jim. Es un maestro de la manipulación y el engaño, un seductor nato cuya malicia sólo se tambalea por arrebatos de sentimentalismo. Es imposible no simpatizar con él. Elocuente, ingenioso y divertido, podría confundirse con el amigo ideal, pero lo cierto es que está dispuesto a apuñalar por la espalda a cualquiera que obstaculice sus planes. Jim no quiere que sea colgado y puesto a secar al sol. Y Silver, cuando se entera de que Jim ha desbaratado su conjura, siente más admiración que rabia, impidiendo que el resto de los piratas acaben con él. Como cualquier ser humano, alberga contradicciones en su interior, que en esta ocasión salvan a Jim de la muerte.

Benn Gun es un personaje formidable, aunque ocupa muchas menos páginas. Es el loco inadaptado que comete un disparate tras otro, pero al que la comunidad acabará cuidando tras someterlo a períodos de ostracismo. El resto de los personajes principales encarnan el bien, pero resultan antipáticos. El doctor Livesey es arrogante y poco cálido. Su humanitarismo con los piratas heridos es admirable, pero está cargado de autocomplaciente moralismo. El caballero Trelawney es un verdadero necio: pomposo, indiscreto, ingenuo, crédulo. El capitán Smollett es autoritario, seco e intransigente. Su gesto de alzar la Union Jack en el fuerte construido por el capitán Flint refleja un temperamento leal y heroico, pero no exento de fanatismo, pues delata su presencia a los piratas que deambulan por la isla. Los personajes secundarios no son un mero telón de fondo. Todos son creíbles, humanos, complejos.

La novela ha sido adaptada varias veces al cine. Desde mi punto de vista, la versión de Victor Fleming es la que mejor capta el espíritu de la obra de Stevenson, incluso cuando se permite ciertas licencias, como la despedida final entre Jim, interpretado por Jackie Coogan, y Long John Silver, un insuperable Wallace Beery. La conversación entre los dos personajes no aparece en la novela, pero resulta sumamente enriquecedora. Jim sigue apreciando a Silver, pese a sus fechorías, y el pirata quiere de verdad al muchacho. Lejos de evitar la fuga de Silver, Jim lo ayuda y se preocupa por su futuro, ofreciéndole parte del tesoro de Flint. El pirata corresponde a su afecto, regalándole su papagayo. El Jim de Victor Fleming respeta la voluntad de Stevenson, que permitió la fuga del pirata, pues indudablemente sentía cariño por su personaje y no quería acabar su historia con una infame ejecución.

He vuelto a leer La isla del tesoro para escribir esta nota y he experimentado una vez más el deseo de ser pirata. Soy un hombre de mediana edad, pero me sigue desagradando el mundo de los adultos. Creo que eso me acerca a Stevenson y a todos los que han soñado con ser eternamente niños.

 


 

Nota bibliográfica:

La edición de Valdemar del año 2000 de La isla del tesoro es una verdadera joya. Traducida por Francisco Torres Oliver, incluye las magníficas ilustraciones en color de N. C. Wyeth realizadas en 1911. Contiene un pequeño álbum de dibujos en blanco y negro de distintos autores y una hermosa lámina final de Howard Pyle. Aconsejo también el ensayo de Chesterton titulado Robert Luis Stevenson, traducido por Aquilino Duque y publicado conjuntamente en 2001 por la Editorial Pre-Textos y la Fundación ONCE.

 

Image: El arte eterno se pinta en piedra

El arte eterno se pinta en piedra

Anterior
Image: La 'dulce ciencia' del boxeo

La 'dulce ciencia' del boxeo

Siguiente