El Cultural

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Primeros capítulos

La fragilidad de Martín Garzo

Adelantamos las primera páginas de 'Elogio de la fragilidad', ensayo que da título al último trabajo del escritor, un volumen de textos breves en los que reivindica la necesidad del arte en nuestra vida

20 agosto, 2020 07:21

Volvemos de Cantabria y los amigos con que solemos viajar se detienen en el monasterio de la Trapa. Siempre que hacen este viaje visitan una pequeña caseta que, al borde de la carretera, ofrece chocolate caliente y bombones a los conductores. Como voy con mi perra, me quedo esperando mientras realizan sus compras. A nuestro lado hay otro coche con un anciano y un niño sentados en los asientos de atrás. Deben de ser un abuelo y su nieto. Éste es muy pequeño y el anciano lo sostiene en sus brazos de una forma inexpresiva y rígida. Parece un árbol que cobija a un niño, a una criatura que se ha desgajado de su tronco de la misma forma que brotan las hojas o los pequeños frutos de las ramas. Un lugar mineral, que da cobijo a un nido.

Recuerdo, en la infancia, mi asedio constante a los nidos y las guaridas de los animales. Los nidos de los jilgueros, de las alondras, de los pájaros carpinteros, que construían en el interior de los troncos; las guaridas de los conejos o los ratones, los sacos donde los gatos escondían sus crías. Recuerdo los nidos flotantes de las gallinitas de agua, entre los juncos; los de las perdices, en los campos de cereales. Era un mundo poblado de animales, sobre todo de pájaros. Los vencejos que sobrevolaban el cielo con sus vuelos rasantes y precisos; los estorninos, moviéndose como nubes de ceniza; las esquivas abubillas; las lejanas y reflexivas cigüeñas; las elegantes golondrinas, que construían sus nidos bajo los aleros de los tejados utilizando barro y pequeños palos. Eran hermosas y gráciles, y descendían en vuelos perfectos hasta tomar el agua del río con el pico y en el pueblo nadie las mataba porque se decía que habían quitado las espinas a Jesús. La búsqueda de los nidos tenía que ver con el deseo de asomarse a ese lugar escondido en el que empezaba la vida. Los pequeños huevos eran delicados y perfectos, casi siempre moteados, para camuflarse mejor. No debían tocarse, pues se decía que las madres los aborrecían y dejaban de incubarlos, pero era casi imposible contener el impuso de tenerlos en el hueco de la mano, sintiendo la fascinación de esa vida que guardaban, el misterio de su fragilidad. No dejamos de buscar lo delicado, lo débil, lo pequeño. Allí escuchamos el latido de lo que empieza, pues el misterio de la debilidad es el misterio triste de la belleza, que es una cualidad de lo que nace y tiene que morir.

Frente a lo mineral, la árida tierra de los campos, los troncos y las piedras, estaban los débiles cursos de agua, las flores menudas de las cunetas y el mundo infinito de los animales minúsculos: lagartijas, grillos, hormigas, escarabajos peloteros, mariquitas, caracoles y saltamontes. Bastaba fijarse un poco para verles afanarse en mil ocupaciones distintas. Eran los habitantes de ese reino inagotable de lo escondido. En él estaban los ratones que vivían en las paneras, los gatos y sus aventuras nocturnas, el plácido mendigar de los perros, el ensimismamiento de terneros y caballos, los cerdos comedores de mondas.

Yo siempre tenía algún animal conmigo. Recuerdo mi infancia en el pueblo como la vida en el arca de Noé. Tuve aguiluchos, un búho, que comía a mi lado en la mesa, ovejas a las que bastaba con dar de azúcar para que te siguieran sin fatiga, gatos y perros. Llegué a amaestrar ratones y siempre andaba en los lomos de los burros y los caballos de nuestros vecinos. Mi padre tuvo por un tiempo una granja avícola y aún recuerdo cuando llegaban los nuevos pollos. Se compraban recién salidos del cascarón y se llevaban en cajas llenas de agujeros para que respiraran. Al abrirlas salían picoteándolo todo y en pocos momentos la inmensa nave se había cubierto de una alfombra bulliciosa, viviente y dorada: un campo de colza. Los cogíamos con cuidado y sentíamos los pequeños latidos de sus corazones, la suavidad de sus plumas, el calor de sus cuerpos.

A veces, durante el invierno, ya en Valladolid, pasábamos por una tienda donde vendían animales y, al ver los pollitos en su escaparate, nos acordábamos del pueblo y convencíamos a nuestra madre de que nos comprara alguno. Todavía hoy, cuando paso ante una de estas tiendas me quedo mirando con tristeza a los gatos minúsculos, a los perros que dormitan entre tiras de periódicos, a los peces siempre tan lejanos y siento el deseo de entrar a comprarlos. Pero ¿qué haría con ellos?, ¿dónde los llevaría? La angustia de cuidarlos no me dejaría vivir. Era lo que me pasaba de niño, que antes de llegar a mi casa con los pollos recién nacidos ya me había arrepentido. No dejaban de piar, y aunque había dispuesto para ellos el mejor de los sitios, una caja de cartón con algodones para que pudieran dormir, un pequeño bebedero y una bombilla para calentarles, ellos querían escapar y se golpeaban contra la caja, pisaban el recipiente lleno de agua, que mojaba el suelo de cartón, hacían sus excrementos sobre el algodón limpísimo. Por mucho que me empeñara en crear un espacio de felicidad, ellos sólo pensaban en escapar. Tenerlos conmigo me causaba la dicha más grande pero también la más extrema congoja. Necesitaban algo que yo no tenía y que no les podía dar, por mucho que me empeñara.

Una vez, los pollitos piaron con tanta constancia y desesperación, que estuvieron a punto de enloquecernos. Nada lograba calmarles, ni la luz, ni la oscuridad, ni las caricias. Cuando me acercaba a ellos aún era peor, pues era como si vieran en mí a uno de esos ogros de los cuentos que devoran cuanto encuentran. Mi madre tuvo la idea de devolverlos a la tienda y le dije al momento que sí. La casa, a la vuelta, estaba en silencio, y me puse a jugar. Pero no podía olvidarme de ellos, me parecía que los había traicionado. Era extraño el amor. Te acercaba a lo más escondido y precioso, pero no te decía qué tenías que hacer para cuidarlo. Amaba a aquellos pollitos pues estaban llenos de vida, pero al tenerlos a mi lado me parecía que se iban a morir. Todo lo que vivía se estaba muriendo o se podía morir.

La poesía es lo que está en peligro, lo más frágil y amenazado, pero es siempre una afirmación de la vida. Un estado de gracia. Por eso amaba a los animales, por su locura, su maravillosa sinrazón, su belleza. Un niño que se subía a un tejado, eso era la belleza. Tenía que ver con el peligro, con el riesgo, pero lo poético era hablar de la salvación. Los niños hambrientos, los que viven en los campos de refugiados, cualquier niño que sufre, es poético porque nos hace pensar en la hija del faraón rescatando a Moisés de las aguas. También ellos flotan en cestitos así, van a la deriva, y esperan a alguien que les salve. Llevan una llama con ellos, una llama que no se apaga. Ocuparse de esas llamas es la poesía. En un cuento infantil, las vidas de los hombres se confunden con secretas llamas que brotan en el interior de una misteriosa cueva. Están posadas sobre la arena y las piedras, y cada uno de nosotros tiene una llama que le representa. Cuando una se apaga alguien se muere. Esa llama que somos da luz, pero también tiembla, y tememos por ella pues cualquier imprevisto la puede apagar. Expresa nuestras zozobras y nuestros deseos. En el relato de Psique y Eros, la muchacha enciende una lámpara en la noche para poder contemplar a Eros dormido. Cabe imaginar su asombro al descubrir las formas hermosas del cuerpo que ama, y cómo esa luz tiembla en su mano, agitada por los mismos temores y zozobras que agitan su corazón. Cabe imaginar cómo, llena de embeleso, la muchacha se olvida de todo cuidado hasta que en un descuido una gota de aceite cae sobre el cuerpo de Eros haciéndole despertar. Y el castigo terrible a que este la somete, pues por haber desafiado su prohibición el dios se aparta de ella para siempre.

La fragilidad es una cualidad de la vida y de la belleza, de todo lo que escapa a nuestro poder. Eros apagó la llama con sus dedos y al abandonar a Psique la condujo a la locura: la falta de visión. Caer en la desgracia es vivir en un mundo sin llamas. Los creyentes lo saben, y por eso llenan sus templos de velas. Los hindús las colocan entre pétalos y platitos de arroz, junto a los árboles sagrados, o las ponen sobre pequeñas barcas que se lleva la corriente de los ríos. Esa llama que el agua se lleva es la imagen de nuestra huidiza vida. ¿Hacia dónde va?

Esas llamas son el aura de que habló Walter Benjamin. Marcan el instante de la visión, de la fragilidad. Lo frágil es lo que se ofrece, lo que tiene su propia luz. Podría hablar de todas las veces que he visto esas llamas, sobre todo en mi infancia. Por ejemplo, cuando en el verano llegaba el tiempo de preparar las conservas. La casa se llenaba de cajas rebosantes de tomates y otros productos de la huerta y mi madre y las otras mujeres preparaban conserva para que no se estropearan. La salsa de tomate, una vez cocinada, se dejaba enfriar y se guardaba en botellas. Yo ayudaba a lavarlas. Lo hacíamos con agua del pozo y cuando estaban limpias las poníamos en el patio a secar. Parecían hombrecillos transparentes, cada una de ellas tenía en su borde una llama. Esas llamas estaban sobre las espigas, en las mazorcas del maíz, en los ojos de los terneros, en la locura de las cabras. Cuando nuestra madre venía a darnos el beso de antes de dormirnos traía en sus manos una de ellas. La sentíamos temblar al acercarse, y cómo la dejaba a nuestros pies sobre la colcha cuando se iba. La mirabas y no tenías miedo. Borges dice que el sentimiento estético tiene que ver con la expectación. Nos detenemos absortos ante un pasaje, miramos con embeleso las ramas de un árbol, un animal que cruza por el sendero, dos niños que corren, y sentimos que algo está punto de suceder, aunque no sepamos qué. Algo que tienen que ver con nosotros, que nos concierne íntimamente.

En los cuentos sólo se habla de la luz. Las hadas resplandecen, los ojos de los recién nacidos son perlas, las melenas de las princesas cautivas brillan como el oro. La caperuza de Caperucita es, en realidad, una llama sobre su cabeza, y el zapato de Cenicienta está hecho de la misma sustancia que la luz, ya que un zapato de cristal es un zapato que deja el pie desnudo, que nos lo ofrece para que lo veamos. Habla del cuerpo del amor. Los cuentos hablan de ese cuerpo, de cómo acercarse a él, de lo que hay que hacer para que no se vaya. Todos sus protagonistas son comedores de fósforos. Cenicienta fue desnuda a la fiesta, por eso el príncipe se volvió loco por ella. O mejor dicho, llevaba ese tipo de vestido que se hace invisible ante los ojos del que ama. Una fiesta que sin embargo tiene que abandonar. Por eso el poeta Luis Javier Moreno, en el poema que dedica a este cuento, nos dice que Cenicienta representa el difícil arte de perder.

Todos los que aman tienen que ser diestros en este arte si no quieren morir de tristeza. Y creo que las mujeres son más diestras en él que los hombres, tal vez porque nunca pudieron sentirse dueñas de nada. En mi casa no había niñas, pues éramos seis hermanos varones, pero abundaban las mujeres, y todas hablaban sin problemas de lo que habían perdido. Lo hacían mi madre, las chicas de servicio, las hermanas y primas que las iban a ver, las vendedoras que llevaban sus productos a domicilio, las antiguas conocidas, la costurera. En aquel tiempo gran parte de la ropa se confeccionaba en las casas. Se hacían los uniformes de las chicas, los delantales, los babis del colegio, y hasta las camisas y los pantalones. Una costurera nos visitaba dos veces por semana, y se pasaba la tarde sentada ante la máquina de coser. Y, claro, donde había mujeres había conversación. A mí me encantaba ir a la cocina para escuchar lo que se decían. Hablaban de sus novios, amigos y hermanos, de las próximas fiestas del pueblo, de los vestidos que se iban a poner, de limpiezas y niños, y se contaban las historias de conocidas y parientes. También se contaban las películas. Era una costumbre entonces muy en boga. Alguien veía una película y si le había gustado se la contaba a los demás. Y había verdaderas especialistas. Recordaban hasta los menores detalles, cómo eran los vestidos que llevaban las protagonistas y los muebles que había en las casas, las frases que se decían, y la expresión de sus rostros en los momentos de mayor intimidad. Yo disfrutaba escuchándolas, entre otras cosas porque gran parte de aquellas películas, al no ser toleradas para menores, sólo me era dado conocerlas a través de sus relatos. Era el mismo mundo de la fragilidad y el hechizo del que estamos hablando. Porque ¿qué eran sus palabras? Un soplo, un mundo de insinuaciones y sobreentendidos. Los vestidos que se ponían para ir a la fiesta estaban hechos de palabras, y escucharlas era como verlas saltar a la pista para bailar y ver el mundo arder. Estaban hablando y de pronto venían a abrazarte, o se ponían a brincar. La vida era ir al baile con los pies desnudos.