Poesía

Los hombres intermitentes

por Francisco J. Irazoki

10 mayo, 2007 02:00

Francisco J. Irazoki

Hiperión. Madrid, 2006. 123 páginas, 10 euros

Cuenta la leyenda que, entre 1978 y 1981, un colectivo de soñadores -Grupo CLOC de Arte y Desarte, se hacían llamar- defendió con valentía la plaza fuerte del surrealismo vasconavarro, sometida a asedio por unas circunstancias poco favorables a las revoluciones de la imaginación. CLOC resistió, cayó, se convirtió en mito. De aquellos troyanos, sobrevive Fernando Aramburu y, con él, la esperanza de un futuro digno para la narrativa española. Y es que, en 2007, la mejor novela de este país se escribe en Lippstadt.

Tras inmortalizar sus gestas en Fuegos con limón, Aramburu resucita la memoria de CLOC en el prólogo a Los hombres intermitentes, de Francisco Javier Irazoki, otro de los héroes de aquella epopeya. Prosa en cuerpo y poesía en alma, esta autobiografía heterodoxa esboza en 46 trazos el retrato de un poeta aún aferrado a sus armas de los tiempos gloriosos: el lirismo, la ironía, un sentido del humor que distancia al hombre de las cosas, preservando así su espíritu crítico. La obra es, ante todo, una introspección: "Busco a alguien que se llama como yo, que ha tenido una vida idéntica a la mía" ("Biografía"). Y no sólo lo encuentra, sino que descubre que ese Doppelgänger no es uno, sino legión. Cada relato brevísimo -"Muerte transitable" apenas llega a siete líneas- ofrece un dato, una vivencia, un punto de vista, configurando un yo poético multiforme que se contempla en el espejo de una comunidad real o ficticia, local o universal: "Todos desconocidos, en sus rostros se repite un rasgo común: mi mirada" ("Biografía"). La historia del animal humano se escribe, pues, a partir de recuerdos personales, pero extrapolables a una masa que, a su vez, por identificación o contraste, conforma al individuo. Irazoki recurre a los motivos más visitados del género: la sordidez de la educación religiosa ("Menú del cielo", "álbum"), "La cognizione del dolore" ("Trueques"), el primer contacto con la muerte ("Ejecución de la infancia", "De cuervos y truchas"), el compromiso político ("Si sonreías en el Sur, te cacheaban", "¡A por ellos!"), el encuentro con el Otro ("Antes de los claveles", "I-nauguración del extranjero"). No-sotros somos muchos; las experiencias, pocas. La estrategia narrativa debería generar, pues, una lectura de reconocimiento, de comunión. Pero no. Es déjà vu lo que sentimos. Este libro ya lo he leído, pensamos. Irazoki domina como pocos los mecanismos del artefacto surrealista ("Autorretrato", "Circuito", "Riada", "Fiestas nacionales"), en particular esas imágenes oníricas en que el cuerpo se metamorfosea en paisaje natural ("Las palabras reductoras"), urbano ("Primera metrópoli") o doméstico ("La noche en que me dolieron las ventanas"). En mundos más reales, las metáforas sostenidas amenazan derrumbe ("Mercado", "La luna no es una medicina para nadie", "Las ventadas"), mientras el detalle significativo se precipita hacia el cliché anecdótico ("Tonta mortífera", "El perro del ventrílocuo", "Sombra comercial"). Sólo en su aproximación a la génesis de la violencia en el País Vasco logra el poeta una secuencia de planos sin fallas abruptas: entre "Hijos ahumados" -el poeta, un bando- y "Definición de la patria" -el poeta, el otro bando-, habla la bomba ("Muerte roñosa"). La visión serena, profundamente humana, de Irazoki evoca -¿a quién, si no?- al mejor Aramburu. Concebido como Bildungsroman lírico, Los hombres intermitentes es la prosa de un escritor irremediablemente poeta. Navarro de cuna y parisino de adopción, Irazoki sigue siendo un maestro del surrealismo español Y es que se puede sacar a Irazoki de CLOC, pero ¿cómo sacar CLOC de Irazoki? Las raíces -vitales o estéticas- no son negociables.