Juan Eduardo Cirlot. Foto: Siruela

Juan Eduardo Cirlot. Foto: Siruela

Letras

Juan Eduardo Cirlot, "la fascinación del abismo": un creador único en la literatura española

Hace medio siglo moría en Barcelona el poeta que levantó de las cenizas un idioma nuevo, uno de los creadores más originales del siglo XX

11 mayo, 2023 02:47

Cincuenta años parece cifra respetable, un plazo suficiente para valorar un suceso o una vida. Ciertamente, la del barcelonés Juan Eduardo Cirlot (1916-1973) merece ser recordada porque sirvió a una obra que sigue vigente: no tiene parangón en nuestra literatura y, más allá de ella, en el conjunto de ámbitos de sus muchos intereses.

La poesía fue aquello con lo que coronó todos los demás afanes, pero no son en absoluto desdeñables sus artículos, su acercamiento a la música de vanguardia (en la que realizó alguna incursión como compositor), el coleccionismo de armas antiguas, el tratadismo y la crítica de arte y, sobre todo, la simbología.

En esta, iniciado por Marius Schneider a partir de 1949, fue una autoridad mundial, con un Diccionario de símbolos tradicionales (1958, luego reeditado sin el adjetivo y traducido a varias lenguas) que, aunque haya sido imitado desde la frialdad académica, jamás ha sido superado en cuanto a profundidad y, digámoslo así, vivencia. Porque Cirlot habitaba el bosque de los símbolos, nutrientes de su propia obra poética.

[Juan Eduardo Cirlot, en el fulgor oscuro de la muerte]

Esta fue extensa y si se dice que variada nos quedamos cortos, porque más allá de las evoluciones habituales en toda creación que se prolonga, en su caso fue mudando de piel como un áspid que guarda el templo de la poesía. Durante el servicio militar en Zaragoza, donde se inició en el surrealismo, empezó a escribir y publicar poesía en 1942. Luego se aceró al Postismo en 1945 y formó parte del grupo artístico Dau al Set en 1949. También desde ese año trató a André Breton, a quien dirigió una importante carta en 1959, para alejarse después del Surrealismo.

Hay temas, preocupaciones, que abarcan desde sus primeros versos a los finales: el amor, la otra realidad, la constante insatisfacción y, por ende, la búsqueda de horizontes diferentes. Pero formalmente su poesía cambia, se enriquece, recorre etapas aunque siga empleando logros y técnicas anteriores.

Buen poeta en la ortodoxia métrica de endecasílabos y alejandrinos que le sirven para sus insatisfacciones, nostalgias de lo no sido y fantasmagorías, lo que lo hace único son sus hallazgos de la poesía permutatoria (hija del dodecafonismo y de la cábala), su recurrente uso de las aliteraciones, que aprendió en las literaturas célticas germánicas medievales por los mismos años que Borges, y su debelación del lenguaje para levantar de las cenizas un idioma nuevo, repleto de sugerencias y tendente a la oralidad.

Todo esto confluye en uno de los poemas largos más ricos de la ancha literatura en lengua española, con permiso de Ercilla, sor Juana, Góngora, Huidobro, Gorostiza o Huerta. Porque si entendemos como unidad el ciclo Bronwyn y no como acumulación de entregas sobre el mismo tema, Cirlot logró una de las cimas más altas del idioma (y de la ruptura de este idioma). De nada sirve la destreza adquirida por un poeta si no surge una epifanía que lo remueva todo, una intuición, un manantial que brota de pronto, con una visión que somete y encauza todos los recursos a su disposición para crear algo nuevo.

Hay temas que abarcan desde sus primeros versos a los finales: el amor, la otra realidad, la constante insatisfacción...

A partir de la visión de la película El señor de la guerra, en 1966, Cirlot se encontró con una doncella de los llamados siglos oscuros sobre la que proyectó sus obsesiones y que, además de ser lo que era, una bellísima celta de corporeidad asfixiante, se convirtió en recipiente de ideas sobre el alma, el ánima, propias del sufismo y otras vías místicas.

Pero Cirlot no fue un charlatán de lo esotérico, un obnubilado por las doctrinas de lo astral y las reencarnaciones. Con Pessoa y Yeats, por ejemplo, compartió la creencia de que existen esferas que no comprendemos bien y que interactúan con la nuestra. Ahora bien, fue ateo y en un poema absolutamente estremecedor que constituye su testamento vital y poético, "Momento" (1971), muestra la distancia insalvable entre lo que quiere tocar y la conciencia de que esto no existe.

El cazador de símbolos

Además de poeta y músico, fue Cirlot un crítico de arte y de cine clarividente, apasionado defensor de lo mejor de los experimentos y las vanguardias del siglo XX. Sin embargo, aunque exploró todos los movimientos culturales en su Diccionario de los ismos (1949), fueron sus estudios sobre los símbolos los que lo convirtieron en un referente mundial, tras publicar su descomunal Diccionario de símbolos tradicionales (1958), editado en Gran Bretaña, en 1962, ya con el título definitivo de Diccionario de símbolos (Siruela, 2006).

Crítico de arte excepcional, como prueban Introducción al surrealismo (1953), Pintura catalana contemporánea (1961) y sus ensayos sobre Antoni Tàpies, Modest Cuixart o Picasso, Cirlot ayudó a difundir en España los movimientos de vanguardia.

Fue, también, un apasionado del esoterismo y la magia, un cultivador feliz de aforismos y un narrador que combinó en relatos como Ferias y atracciones (Wunderkammer, 2023) símbolos, imaginación y una mirada única, siempre sorprendente.

Casi toda su poesía la publicó Siruela en tres gruesos tomos hace ya bastantes años. Luego desempolvé algunas composiciones olvidadas en revistas y un poema de más de cien versos ("Diálogo infinito") que permanecía inédito entre la valiosa y nutrida correspondencia que mantuvo con Carlos Edmundo de Ory, incluido por Elena Medel en una antología de la misma editorial, donde han aparecido otros libros cirlotianos.

Pero el verdadero doble hito lo constituyó la publicación al año siguiente de morir de la recopilación de su poesía última, muy poco accesible hasta entonces, a cargo de Leopoldo Azancot y, en 1981, la antología realizada por Clara Janés que abordaba el conjunto de su obra. Quien se encontrara por azar con esos volúmenes se preguntaría con razón: ¿Pero esto qué diablos es? ¿Por qué no me habían dicho antes que existía?

[Antonio Rivero Taravillo: "El mundo era un exilio para Cirlot"]

Hay lectores refractarios a Cirlot porque descreen de cuanto a él le emocionaba. Por el contrario, los hay identificados con su mundo (o su “no mundo”, expresión que él empleó a menudo) y que aunque luego se alejen de él (cuesta mantenerse demasiado tiempo tocando su llama) no dejan de considerarlo un poeta que ha hecho despertar en ellos fibras subterráneas o dormidas que tienen que ver con el inconsciente, con los mitos, con esa sintaxis de los símbolos en lo que todo es analogía y correspondencia con elementos de algo que no entendemos bien pero cuya presencia percibimos.

Incluso quien no comparta esto caerá rendido ante el hechizo de un cuaderno bellísimo, entre lo feérico y el cuento, Dante y Petrarca pasados por Albión (es decir, muy prerrafaelista), como es Donde las lilas crecen (1946). Susan Lenox, del año siguiente, es también, con su estribillo y la irrealidad onírica que presenta, un imán hipnótico.

Se comprenderá que en un poeta que vuelve la mirada a Sumeria, a Egipto, a Cartago, a Roma, al Brabante del siglo XI o a los vasos comunicantes entre épocas, cincuenta años desde el 11 de mayo de su muerte, en 1973, sea muy poco. Pero bendita efeméride si invita a su lectura.

Antonio Rivero Taravillo es autor de Cirlot. Ser y no ser de un poeta único, Premio Antonio Domínguez Ortiz 2016.