Madame de Sévigné

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Letras

Las cartas de Madame de Sévigné: una jugosa crónica de la extravagante vida en la corte de Luis XIV

Con frescura e ironía, la aristócrata narró a su hija los asuntos de palacio en una correspondencia que recopila y comenta Laura Freixas y edita Periférica

20 agosto, 2022 00:32

Aunque nunca vivió en la corte, Madame de Sévigné frecuentó los salones de la época durante el reinado de Luis XIV. Autora de más de mil cartas a lo largo de su vida, marcadas por una escritura inteligente y una fina ironía, su estilo fresco y espontáneo la hizo pasar a la historia como una más que notable escritora epistolar.

Amiga íntima de Madame de La Fayette –autora de La princesa de Clèves, una de las primeras novelas psicológicas– y del escritor, pensador y genial aforista François de La Rochefoucauld, Madame de Sévigné envió numerosas cartas a su primogénita, la condesa de Grignam, que evocan –además del amor incondicional, a veces asfixiante, que siente por su descendiente–, las murmuraciones, las cuitas, dimes y diretes, también las bodas, fiestas y destierros, que protagonizaron la vida de palacio. La escritora Laura Freixas selecciona, reúne y traduce algunas de estas misivas en el libro Cartas a la hija, que publica la editorial Periférica.

Nacida en 1626, Marie de Rabutin-Chantal era descendiente de una familia de la aristocracia borgoñona. Huérfana a los 7 años, sus tíos, Philippe y Marie de Coulanges, convertidos ya en sus tutores legales, se encargaron de que recibiera una buena educación y fuera instruida en canto, baile, equitación, literatura, italiano y algo de latín y de español.

En 1644, a la edad de 18 años, contrajo matrimonio con el barón Henri de Sévigné, hombre galante y seductor, también derrochador y vividor, del que enviudó apenas siete años después, tras batirse en duelo por su amante, madame de Gondran.

Madre de dos hijos, Françoise-Marguerite y Charles, Madame de Sévigné vivió la efervescencia de los salones del Grand Siècle, donde las mujeres suministraron la vida cultural, se codeó con los poetas de la época, Saint-Pavin, Marigny y Montreuil, y fue amiga, entre otros, de mademoiselle de Montpensier –prima hermana de Luis XIV–, y Madame de Maintenon –segunda esposa del rey–, además de la propia madame de La Fayette, de quien era íntima.

Una relación complicada

Fue en 1671, dos años después de casarse con el conde de Grignam y nacer la primera de sus hijos, Marie-Blanche –internada en un convento desde los 5 años–, cuando Françoise-Marguerite, ahora condesa, se separó de su madre por primera vez y comenzó la correspondencia entre Madame de Sévigné y su hija.

"Muy mediocre tendría que ser mi dolor para que pudiera describíroslo –le escribió en febrero de 1671–, de modo que ya no lo intentaré. En vano busco a mi querida hija: ya no la encuentro, y cada paso que da la aleja más de mí".

Aquella sería la primera muestra de muchos años de un intercambio epistolar –no en vano, llegó a escribirle hasta 800 cartas–, marcado por las idas y venidas en una relación que, de tan intensa, ante las constantes súplicas y lamentos de su progenitora, hizo que ambas se distanciaran durante varias temporadas.

"No quiero que digáis que yo era una cortina que os tapaba; y, si es verdad que os tapaba, sabed que soy todavía más amable cuando se abre la cortina: es necesario que estéis al descubierto para mostraros en toda vuestra perfección; lo hemos dicho mil veces. Por mi parte, tengo la sensación de estar desnuda, de haber sido despojada de todo lo que me hacía amable –lamentó apenas cinco días después de la primera separación–. Ya no me atrevo a presentarme en sociedad y, por más que han intentado arrastrarme nuevamente a ella, todos estos días he llevado la vida más huraña que imaginarse pueda".

A partir de entonces, dos serán las preocupaciones que atormentarán a la aristócrata: por un lado, la distancia que separará hasta sus últimos años a madre e hija y, por el otro, la salud de la condesa de Grignan por los continuos embarazos a los que se exponía. "No olvidemos que en esa época aproximadamente un diez por ciento de las mujeres morían a consecuencia del parto", señala Freixas en sus notas, cuya aportación es imprescindible –y enriquecen aún más la lectura– para poder contextualizar estas cartas.

Un mundo de extravagancia

Pero no todo eran súplicas por el cuidado de su salud y por su número de visitas –si hubiera sido por Madame de Sévigné, su hija jamás se habría separado de ella–, la marquesa solía salpimentar sus cartas con anécdotas e historias de lo más variopinto y divertido. Algo así como una especie de narradora a lo Lady Whistledown en Los Bridgerton, pero auténtica y de calidad, que encuentra espacio, entre quejas y lamentos, para escribir también sobre la belleza: "Los extravagantes peinados me han divertido mucho; las hay que dan ganas de abofetearlas –bromea–. La Choiseul se parecía, como dice Ninon, a una primavera de mesón", en alusión "a los malos cuadros que adornaban los mesones", según explica Freixas.

O de asuntos de otra índole, como sobre el cacao y sus propiedades: "El chocolate ya no es lo que era para mí: la moda me ha arrastrado, como me ocurre siempre. Los que antes me hablaban bien de ese remedio, ahora me hablan mal: lo maldicen, lo acusan de todos los males; es el origen de los vapores y las palpitaciones; parece que os vaya bien un tiempo y, de golpe, os provoca una fiebre continua que os conduce a la muerte", alarma.

Habla de banquetes donde la abundancia es tanta que "se llevan las bandejas de asado casi intactas" y en cuanto "a las pirámides de frutas, son tan altas que no entran por las puertas", y, de sus imágenes, descritas con precisión, evocamos fiestas, bodas y saraos: "Esto es lo que he sabido de la fiesta de ayer: todos los patios del palacete de los Guise estaban iluminados con dos mil linternas –escribe en febrero de 1671–. La reina entró la primera en el aposento de mademoiselle de Guise, completamente iluminado y engalanado de pies a cabeza; todas las damas engalanadas se arrodillaban a su alrededor, sin distinción de taburetes: se cenó en ese apartamento. Había cuarenta damas en la mesa; la cena fue magnífica. Llegó el rey y, con profunda gravedad, lo miró todo sin sentarse a la mesa; luego los invitados subieron al piso de arriba, donde todo estaba preparado para el baile. El rey llevaba de la mano a la reina y honró a la asamblea con tres o cuatro courantes; después se fue a cenar al Louvre con los de siempre".

Incluso para narrar sucesos trágicos de la época como la decapitación de la marquesa de Brinvilliers, Madame de Sévigné se niega a desprenderse de su ironía

Mujer culta, como las demás damas de su clase social, explica Freixas, Madame de Sévigné no recibió, sin embargo, una educación formal, que estaba destinada únicamente a los varones. "Por lo tanto, no sabía latín, lo que le vedaba el acceso directo a lo que consideraba entonces alta cultura: los autores de la Antigüedad". En cambio, aprendió italiano, "lo que le permite leer, por ejemplo, al poeta épico Torcuato Tasso". "Nosotros estamos acabando de leer a Tasso con placer –cuenta ella misma–; en él hallamos bellezas que no se ven cuando solamente se lo conoce a medias. Hemos empezado la Moralde Nicole–, que es el del mimo estilo que Pascal".

Y, en otro momento, opina, crítica, sobre literatura: "Os daré esos dos libros de La Fontaine por más que os enfadéis. Hay pasajes bonitos, algunos preciosos y otros aburridos: eso pasa por no conformarse con hacer algo bien; creyendo hacerlo todavía mejor, lo estropea uno". Un pensamiento que explica, quizás, la espontaneidad que desprende su propia escritura.

Una crónica de los asuntos de palacio

Siempre sin perder su tono cómico, Madame de Sévigné se refiere también a asuntos más serios como las sesiones del Parlamento, conocido entonces como Estados Generales, cuando observa: "Los Estados no tienen por qué ser muy largos; basta con preguntar qué es lo que quiere el rey; el asunto se zanja sin necesidad de perderse en palabrería. En cuanto al gobernador, recibe, no sé cómo, más de cuarenta mil escudos que le corresponden. Una infinidad de regalos, de pensiones, de reparaciones de caminos y de ciudades, quince o veinte mesas inmensas, juegos continuos, bailes eternos, comedias tres veces a la semana, espléndidos atuendos: he aquí los Estados", describe antes de añadir: "Olvidaba las cuatrocientas pipas de vino que se beben: si bien para mí es un detalle sin importancia, los demás no lo olvidan: para ellos es el primero".

Incluso para narrar sucesos trágicos de la época como la decapitación de la marquesa de Brinvilliers, una aristócrata francesa acusada de envenenar a su padre y a sus dos hermanos, Madame de Sévigné se niega a desprenderse de su ironía. Condenada por unas cartas escritas por su amante y una confesión bajo tortura, que aún hoy siembran dudas sobre su culpabilidad, fue ejecutada el 17 de julio de 1676, acontecimiento que registró la propia marquesa entre sus notas: "Asunto terminado por fin: la Brinvilliers flota en el aire; su pobre cuerpecito ha sido arrojado tras la ejecución a una gran hoguera, y las cenizas, al viento; de modo que la respiraremos y, por la comunicación de los pequeños espíritus, sentiremos unas ganas de envenenar que nos asombrarán a nosotros mismos –ironiza–. Ayer la juzgaron; esta mañana le han leído la sentencia, que consistía en pedir perdón en la catedral de Notre Dame y que le cortaran la cabeza, quemaran su cadáver y dispersaran las cenizas al viento".

Observadora y analítica, ni la mismísima María Ana Victoria de Baviera, se escapó a su pluma cuando, en marzo de 1680, la conoció por primera vez en persona. "Allá estuve anteayer: en el centro del torbellino –le relató a su hija–. Madame de Chaulnes me llevó por fin a la corte. Vi a la Delfina, cuya fealdad no es en absoluto chocante ni desagradable; no tiene un rostro agraciado, pero sí un talento extraordinario: no hace ni dice nada que no revele su gran ingenio. Tiene una mirada viva y penetrante, lo entiende fácilmente todo, se comporta con naturalidad y no es muestra más torpe ni más asombrada que si hubiera nacido en medio del Louvre. Muestra una suma gratitud al rey, pero sin bajeza: no como si no mereciera el lugar que ocupa, sino por haber sido elegida y distinguida entre toda Europa".

El 17 de abril de 1696, ya en el castillo de Grignan donde pasó los últimos dos años, por fin, junto a su hija, Madame de Sévigné murió. "Tradicionalmente se ha supuesto que la angustia y las noches en blanco provocadas por la enfermedad de su hija la hicieron enfermar a su vez, pero no se sabe cuál fue, concretamente, su dolencia", explica en el libro Freixas. En 1793, durante la Revolución, varios ataúdes fueron profanados y los habitantes de Grignan se repartieron sus restos como reliquias. "El juez de paz mandó serrar su cráneo para enviarlo a París con fines de estudio: entonces estaba de moda la frenología", explica la escritora española. Nunca se conoció el dictamen de aquel estudio.