Image: El futuro es historia. Rusia y el regreso del totalitarismo

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Letras

El futuro es historia. Rusia y el regreso del totalitarismo

25 mayo, 2018 02:00

Entrada triunfal de Putin en la inauguración de su cuarto mandato presidencial. Foto: Alexei Druzhinin

Masha Gessen Traducción de José Adrián Vitier. Turner. Madrid, 2018. 600 páginas, 26,90 €

En los últimos tiempos, Rusia ha estado muy presente en las noticias, y los estadounidenses están divididos al respecto. La mayoría sigue pensando que se trata de una potencia amenazadora y hostil que interfirió en las últimas elecciones, mientras que un porcentaje cada vez mayor de republicanos, siguiendo el ejemplo de Trump, tiene una visión más positiva. Pero, ¿cuál es, en realidad, la naturaleza de la bestia a la que nos enfrentamos? Este es el asunto de fondo que Masha Gessen (Moscú, 1967) trata de resolver en El futuro es historia, su fascinante y desgarrador último libro. Gessen, periodista y detractora de Vladímir Putin, cuenta la historia de Rusia a través de los ojos de siete rusos. Cuatro de ellos son jóvenes. Nacieron cuando la Unión Soviética todavía existía, pero sus experiencias vitales se forjaron casi exclusivamente bajo la presidencia de Putin. Los otros tres son personas algo mayores que intentan construir marcos intelectuales en torno al vacío dejado por el comunismo. La selección de los siete personajes no pretende ser representativa de la actual población rusa. Zhanna y Seryozha fueron elegidos por su familia. En el caso de Zhanna, su padre era Boris Nemtsov, el reformador liberal asesinado en 2015; en el de Seryozha, su abuelo fue Alexander Yakovlev, la fuerza intelectual detrás de la perestroika de Gorbachov. Solo uno de ellos, Alexander Dugin, es partidario de Putin. El libro ofrece un relato directo de los acontecimientos que han tenido lugar en Rusia desde la década de 1980 y los vertiginosos años 1989 a 1991 -cuando muchos ciudadanos de la antigua Unión Soviética se encontraron viviendo, literalmente, en otro país-, hasta la regresión que los siguió, el imparable ascenso de Putin y el asesinato de Nemtsov. Como suele ocurrir, entonces el significado histórico de esos momentos no fue evidente para los interlocutores de Gessen. Estaban muy ocupados con su vida, pero descubrieron que la política se había convertido en una fuerza aplastante a la que ninguno de ellos podía escapar.
La historia de los tres intelectuales mayores entrevistados por Gessen es conmovedora y aterradora a la vez
La historia de los tres intelectuales mayores es conmovedora y aterradora a la vez. Cuando era estudiante, Lev Gudkov quería ser periodista, pero se matriculó en un curso de Yuri Levada, uno de los pocos sociólogos de la URSS, y acabó haciendo encuestas para el Centro Levada, del que llegó a ser director. Antes de la caída del comunismo, la sociología no era una disciplina. Hasta entonces, en el centro nadie había hecho un sondeo de opinión, y a Gudkov no le resultó sencillo idear uno. El problema era el mismo que plantea el subtítulo del libro de Gessen: qué clase de régimen era la Unión Soviética y qué estaba surgiendo después de él. Los sondeos de Levada dieron a conocer la existencia del homo sovieticus, una personalidad temerosa, aislada y amante de la autoridad creada por el comunismo. Durante el Gobierno de Putin quedó de manifiesto que la mayoría de los rusos no ansiaban la libertad ni iban camino de converger con la ciudadanía de Occidente. El homo sovieticus gozaba de buena salud. En 2016, el Ministerio de Justicia clasificó al Centro Levada como “agente extranjero”. La psicóloga Marina Arutyunyan se encontró con un vacío similar al haber sido educada en una sociedad de la que se había eliminado el psicoanálisis. La caída de la Unión Soviética abrió las puertas a una serie de psicólogos occidentales: Carl Rogers, Virginia Satir, Viktor Frankl y Robert Jay Lifton, representantes de complejas tradiciones con las cuales ningún ruso había tenido contacto. Los terapeutas occidentales estaban acostumbrados a tratar a individuos que sufrían profundos traumas. En la antigua URSS toda la sociedad estaba traumatizada. Cuando se abrieron al público los archivos del KGB, Yakovlev descubrió con cuánto impudor firmaban los líderes soviéticos sentencias de muerte contra centenares de miles de conciudadanos en época de Stalin antes de ser ejecutados ellos mismos. Antes de su muerte en 2005, Yakovlev se fijó como meta dar a conocer estos hechos. Arutyunyan desveló la historia de sus abuelos. Su abuela materna había sido un alto cargo comunista, mientras que su abuelo murió en un gulag. Con Putin, los archivos del KGB se volvieron a cerrar. En la Rusia contemporánea se ha practicado una estricta represión emocional de cualquier sentimiento íntimo de culpa. Eso es lo que representa el régimen de Putin: una sociedad herida psicológicamente que no está dispuesta a ajustar cuentas con su pasado. El personaje más siniestro de El futuro es historia es Alexander Dugin, un intelectual que odiaba el régimen soviético y que, en cuanto fue posible, se sumergió en la lectura indiscriminada de obras de filosofía, empezando por Nietzsche y Heidegger. Al igual que Gudkov y Arutyunyan, Dugin estaba libre del lastre de cualquier tradición intelectual profunda. Cuando por fin pudo viajar, se juntó con un grupo de ideólogos de la Nueva Derecha occidental cuyo tema de fondo era el odio a la modernidad liberal y el culto a la tradición. Tomándolo como punto de partida, Dugin creó el “euroasianismo”, una mezcolanza de cultura rusa, gobierno autoritario y culto al líder. Actualmente le gustaría atribuirse el papel de ideólogo extraoficial del gobierno de Putin.
La autora muestra que el totalitarismo ha regresado a Rusia, aunque transformado y menos extremista en sus formas
Gessen vuelve una y otra vez a la pregunta de qué clase de régimen existe en Rusia hoy en día. Como indica el subtítulo del libro, la autora cree que el totalitarismo ha regresado al país. La ciencia política occidental asociaba el totalitarismo con una serie de características, entre ellas el terrorismo de Estado, la ausencia total de sociedad civil fuera de este, la planificación centralizada de la economía y el dominio de un partido único. Gessen logra mostrar que Putin ha adquirido estas características, aunque transformadas y menos extremas en su forma. La única pieza que falta es la ideología. La Unión Soviética se levantó sobre los enormes cimientos intelectuales del marxismo-leninismo. Putin, en cambio, ha intentado asirse a alguna ideología que justificase su ascenso al poder, y esa es la razón de que haya encontrado útiles a personajes como Dugin. En su combate contra Occidente, como demuestra Gessen, el régimen ha promovido la histeria en torno a la pedofilia homosexual y se presenta a sí mismo como defensor de la familia tradicional y los valores cristianos frente a una conspiración LGBT internacional. Esta es una de las razones de que los grupos conservadores de Estados Unidos y Europa occidental hayan tratado siempre afectuosamente a Rusia. Un aspecto al que me gustaría que la autora hubiese dedicado más tiempo es a hacer un análisis en profundidad de los seguidores corrientes de Putin, en vez de oportunistas como Dugin. Los sondeos, incluidos algunos del Centro Levada, muestran que el grado de apoyo al Gobierno es alto. Sin embargo, ¿está muy arraigado ese apoyo, hasta qué punto están internacionalizados los “valores” impulsados por el régimen, y hasta cuándo sobrevivirán al estancamiento económico? Sin una ideología con gran capacidad de movilización, realmente no se puede tachar a Rusia de país totalitario. Por alguna razón, tengo mis dudas de que el miedo a la pedofilia sea una causa con fuste suficiente como para enardecer a un pueblo profundamente traumatizado y volver a hacerlo grande. © New York Times Book Review